El vídeo tiktokero de una enfermera gaditana que trabaja con un contrato temporal en Cataluña y en el que expresa su rechazo al requisito obligatorio del nivel C1 de catalán para acceder a un puesto fijo en la función pública catalana, merece una reflexión serena.
Es evidente que en una región como la catalana en la que la realidad sociolingüística certifica el uso corriente de dos lenguas —una, el español, idioma que todo español tiene la obligación de conocer y otra, el catalán, lengua cooficial de uso generalizado—, su Gobierno puede establecer requisitos de conocimiento de la lengua catalana para el acceso a la función pública. Con la condición de que sean requisitos razonables que no vulneren de manera flagrante el derecho de acceso en igualdad de oportunidades a un puesto de funcionario.
En este sentido, y para el puesto de enfermera en el sistema de sanidad pública catalana, el requisito de nivel C1 de catalán es, sin duda, irracional y excluyente. El C1 es un nivel avanzado que certifica que una persona es capaz de entender cualquier contexto y registro, incluidos artículos técnicos, y lo habla con extraordinaria fluidez, de una manera estructurada y coherente, sin pausas y con un vocabulario extenso. Por decirlo de otra manera más sencilla: es un nivel de comprensión y comunicación tan alto que, si fuera el C1 de español, alguna ministra de este Gobierno no lo podría obtener.
Es evidente que el ejercicio profesional de la Enfermería, como ciencia de la salud destinada a la prestación de asistencia sanitaria a las personas, requiere, en general, la capacidad de entender al paciente y comunicarse con él. En este sentido, y con una lengua común como el español que todos los españoles tienen el deber de conocer según manda la Constitución, debería bastar que una enfermera graduada acreditase su competencia en español para poder ejercer en cualquier lugar de España. Pero convengamos en que puede haber un interés legítimo en proteger el derecho de las personas a relacionarse con la Administración en otra lengua cooficial de su preferencia.
Para ello, la experiencia de cualquier profesional de la asistencia sanitaria nos indica que bastaría con un nivel bajo (A2) o, todo lo más, intermedio (B1), que permitiera comprender al paciente obstinado en el uso de otra lengua diferente al español e informarle de forma cohesionada e inteligible sobre el diagnóstico realizado y el tratamiento o cura a realizar.
Esto sería lo razonable. Por desgracia, el sentido común, el difunto seny del que hacían gala los políticos nacionalistas catalanes, ahora es rauxa, la rabia fóbica separatista a todo lo español. De ahí el requisito irracional del C1 de catalán en las oposiciones a enfermera del sistema sanitario catalán, que no obedece al anhelo de conseguir la mejor atención sanitaria para un paciente, sino en la imposición de un requisito desmedido y abusivo que busca la exclusión como funcionario de cualquier profesional de la enfermería que no haya estudiado en Cataluña.
La mejor prueba para la defensa de la honradez de este análisis es la reacción que ha suscitado el vídeo de la enfermera y que ha sido atacada, señalada y despreciada con saña desmedida desde las filas del separatismo y de su fiel mayordomo, el socialismo catalán —incluido un sindicato como la UGT que de nuevo incumple su función esencial de protección del trabajador—, hasta causarle la baja por ansiedad.
A pesar de las formas usadas por la enfermera gaditana, propias de un vídeo desenfadado, el fondo de su queja es razonable y pertinente. La sanidad catalana sólo se mantiene, y a duras penas, gracias a miles de médicos y enfermeros de toda España a los que la administración sanitaria catalana agradece su competencia y su profesionalidad excluyéndolos de la posibilidad de obtener una plaza fija con requisitos irrazonables y discriminatorios.
Llegados a este punto de irracionalidad, lo único que podemos desear es que algún día, lo más pronto posible, por el bien de la enfermera gaditana, de sus pacientes y del conjunto de la sociedad catalana, haya por fin un Gobierno nacional que, sin complejos, impida el uso de las lenguas regionales como armas de adoctrinamiento y de exclusión de millones de españoles. Parece mentira que a estas alturas de la historia, la realidad nos obligue a anhelar lo obvio. Pero así están las cosas después de 45 años de sumisión.