«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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EDITORIAL
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28 de mayo de 2022

La sombra de la cobardía

En los dos años que han pasado desde la muerte de un delincuente convicto como el negro George Floyd a manos de un policía de una ciudad gobernada por demócratas en un Estado gobernado por demócratas, Estados Unidos ha soportado un plan bien ejecutado de descrédito de las fuerzas del orden. Un plan necesario para dar continuidad a la idea de que EEUU es un país cuyo mayor enemigo, como aseguró Joe Biden en la toma de posesión de un Presidencia por lo menos discutible, es el supremacismo blanco y su solución, la Justicia Racial. Un dislate.

Lo que pasó tras la trágica muerte de George Floyd y el hincado de rodilla de los blancos demócratas frente a su ataúd, es de sobras conocido. El movimiento Black Lives Matter —cuya fundadora vive ahora en una mansión en una zona residencial de millonarios mientras gimotea que tiene derecho a la privacidad—, comenzó una operación de acoso a la Policía que incluyó el veto de ciertas zonas de ciertas ciudades demócratas —Seattle como paradigma— a la presencia policial. Los resultados, como eran de esperar, fueron catastróficos para la seguridad e incluso para la vida de muchos ciudadanos inocentes que pagaron con el saqueo de sus comercios o incluso con sus vidas, una acción política dirigida, no nos engañemos, a asegurar la elección de Biden y el fin de la era Trump.

Decenas de ciudades a lo largo de todos los Estados padecieron la acción de los saqueadores, en su mayoría negros,  mientras otros, en su mayoría blancos, se afanaban en derribar —en nombre de un presentismo ridículo— las estatuas de los grandes hombres que construyeron la nación.

La respuesta de los legisladores a tamaños desmanes fue contundente: modificaron leyes para rebajar o eliminar las penas por los delitos de saqueos y no sólo aplaudieron el derribo de las estatuas, sino que se sumaron al borrado de la Historia y a la cancelación de los que nos precedieron.

Ante este estado deplorable de las cosas, y ante la sentencia incalificable en la que un jurado de doce hombres sin piedad y con una presión política insostenible, condenó a 22 años y medio de prisión a un policía, Derek Chauvin, por inmovilizar a un delincuente con serios problemas médicos por su historial de abusos con las drogas, los agentes de las fuerzas policiales, ya de por sí mal entrenados —por lo menos para los altos estándares españoles—, han caído en una evidente situación de desánimo.

Este hecho, combinado con la insufrible sombra del racismo policial señalado nada menos que por el desorientado presidente de los Estados Unidos, ha alcanzado los objetivos buscados por los antifas: desfinanciar a la Policía. Si no de dinero público, que también, del exigible apoyo de las autoridades a la difícil labor policial en una nación en la que en 2021 murieron baleados 64 policías, 59 hombres y cinco mujeres; y otros cuatro agentes varones fueron acuchillados hasta la muerte.

Sólo con esta realidad podemos entender lo que pasó hace unos días en la matanza del colegio de primaria Robb en Uvalde, Texas. Que más de una veintena de agentes de Policía tomaran pésimas decisiones como esperar entre 40 minutos y una hora antes de entrar en el colegio donde el asesino, Salvador Rolando Ramos, de 18 años, iba acabando despacio con la vida de 19 niños y dos profesores con sus dos fusiles de asalto, tiene mucho que ver con el estado de anomia en el que malviven las fuerzas policiales estadounidenses desde la muerte de George Floyd.

La cadena de malas decisiones que condujo a los agentes a no cumplir con su misión, que es la de proteger las vidas de los inocentes aun a riesgo de las suyas, es demasiado bochornosa como para ser simples errores de juicio. Los 19 niños fueron asesinados a pocos metros de una legión, entre policías y padres texanos, todos armados. Que los padres fueran reducidos por los agentes (alguno de ellos, incluso esposados), para que no pudieran entrar en el colegio para proteger a sus hijos ante la parálisis policial, debe hacer reflexionar a las autoridades hasta qué paranoia han conducido a los Estados UNidos.

También hay otra explicación que según los principios de la navaja de Ockham («la explicación más simple suele ser la más probable») podría arrojar otra luz sobre por qué la veintena de policías y federales que rodeaban el colegio no intervino: la de que todos eran unos cobardes. La repregunta es sincera: ¿todos?

Por el bien de los Estados Unidos, esperamos que la explicación de la desfinanciación de las fuerzas de seguridad por motivos políticos y de falsa justicia racial, la falta de profesionalidad por la desmotivación acelerada y exógena, sea la adecuada.

La segunda, la de la cobardía a la hora de proteger a unos niños, es mil veces peor. Y es peor porque la primera tiene solución, así cueste cien años revertir las estúpidas tácticas de la izquierda para hacerse con el poder. La segunda, la cobardía, es trágica, porque esos policías pasarán el resto de sus vidas sin aguantarse la mirada en un espejo. Y con ellos, buena parte de la sociedad que ha hecho de la cobardía una forma de vida.

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