Hay pocas cosas más desastrosas para un país que perder su reputación de ser capaz de organizar elecciones libres y justas en las que el resultado final sea el reflejo exacto de la voluntad de los votantes. Cualquier nación que caiga en semejante descrédito sólo puede exigirse a sí misma cambiar de inmediato su sistema electoral para volver a ser —o, al menos, parecer— una democracia honrada. De no hacerlo así, el riesgo concreto de acabar como una república bananera es de una altura que produce vértigo. Cuando ese país es los Estados Unidos de América del Norte, el decadente hegemón occidental, no hay altura, sino abismo. Abisal.
A estas horas, la madrugada del viernes en España, todavía no conocemos los resultados finales de las elecciones que renuevan un tercio de los miembros del Senado estadounidense. Más de cincuenta horas después de que cerraran los colegios electorales, no sabemos si la derecha asalta (con perdón) la Cámara Alta o si la izquierda lib-woke yanqui retiene el poder para goce y disfrute del presidente Biden. Pero, lo que es peor, lo que en realidad no sabemos es si las elecciones han sido limpias o la Historia se repite.
Y no lo sabemos no por la tardanza en el recuento, que también, sino por un sistema electoral absurdo, complejo, irreal y, lo que es peor, manipulable. Cada nueva cita electoral, desde la inolvidable de 2000 entre George W. Bush y Al Gore, los Estados Unidos nos aplasta con la evidencia de que no hay autoridad alguna que sea capaz de cambiar un pésimo sistema electoral fraccionado y disfuncional.
Votos descartados, papeletas perdidas, ausencia de identificación del votante, censos no actualizados, máquinas electorales (el horror) que no funcionan allí donde no interesa que funcionen, recuentos detenidos cuando nadie mira o todos duermen; cadenas de custodia del voto por correo rotas, encargados de los colegios electorales desinformados, colas de votación tan largas como las de un velatorio regio para desanimar a los votantes… Y sobre todo, funcionarios al servicio de intereses políticos que cambian las reglas de condado a condado para favorecer a su amo.
Esto no puede continuar así. Entendemos las particularidades de un Estado federal en el que el Gobierno de la nación, porque así lo quisieron sus fundadores, no debe inmiscuirse en la soberanía de sus Estados, y hasta de los condados, para organizar la vida de sus habitantes. Pero aquí no responsabilizamos al Gobierno, sino a los dos partidos —el malvado y el estúpido— que en su disputa del poder sin interrupción desde mediados del siglo XIX, y sin duda por esa hegemonía incontestada bipartidista, se sienten legitimados para oponerse a cualquier intento de racionalizar un sistema de votación irracional pensando en el beneficio propio, que en democracia siempre es el beneficio impropio.
En su ceguera y en su decadencia, el Partido Demócrata y el Partido Republicano no consiguen comprender que el desastre de su sistema electoral, por más que a ellos los pueda beneficiar en un momento dado, afecta sobremanera a su imagen como nación democrática sujeta sólo al imperio de la ley justa y al respeto a la voluntad de sus contribuyentes.
Un ejemplo a voleo, uno sólo, sería la velocidad —cercana a la de la luz— del presidente Biden al proclamar que las elecciones presidenciales brasileñas habían sido «limpias». Sospechamos que no. El mundo entero a estas horas tiene serias dudas de que la voluntad de los brasileños haya sido respetada. El sistema brasileño de votación, como han certificado las Fuerzas Armadas brasileñas, es susceptible de ser manipulado. Todo lo que es manipulable, sin duda, será manipulado. Entonces, ¿por qué Biden salió en tromba a felicitarse de la limpieza de los resultados que daban vencedor a un criminal convicto socialcomunista untado y abrazatiranos como Lula da Silva? Aparte de porque el baizuo de Biden prefiera a un corrupto izquierdista antes que a Jair Bolsonaro, porque el sistema electoral estadounidense es, al menos, tan susceptible de ser manipulado como el brasileño.
Por más decadencia woke en la que chapotee, la posición de liderazgo político, económico, tecnológico y militar de Estados Unidos todavía le obliga a dar ejemplo. Nos resistimos a creer, aunque la experiencia sea un grado, que no haya personas relevantes y bienintencionadas en ambos partidos que vean que un sistema electoral corruptible alienta la fractura de la sociedad en dos bandos irreconciliables. Que no son derechas e izquierdas, sino entre una minoría de beneficiados y una inmensa mayoría de votantes frustrados. Y nada más peligroso que un pueblo frustrado.
Resuélvanlo o perezcan.