Una información publicada por nuestros colegas de El Independiente confirma que, en 2021, Pedro Sánchez usó 151 veces las aeronaves del Ejército del Aire (y del Espacio y el Tiempo) como el reactor Falcon y el helicóptero Súper Puma para sus desplazamientos. Lo que no cuentan nuestros prudentes colegas es que la mayoría de esos viajes, alguno tan cercano como Toledo, fueron viajes de partido (es decir, privados) a los que se buscó alguna excusa oficial (una feria, una inauguración, un corte de cinta) para poder usar los medios del Ejército del Aire y del etcétera.
Todo esto no es más que la obstinada continuidad en el abuso que todos los presidentes y muchos ministros, unos más, otros menos, han realizado de los medios del Estado. El problema no es que Pedro Sánchez el Ecológico se burle de los españoles desde la escalerilla de un avión lleno de snacks y bebidas y que deja una huella de carbono en cada trayecto que ni diez mil vacas en todas sus vidas, incluidas reencarnaciones. El problema es que el primer día que Sánchez ordenó que le prepararan el Falcon para una cosa suya, nadie pudo enseñarle la cabeza de Alfonso Guerra (como alegoría, claro) clavada en una pica en lo más alto de La Moncloa junto a una factura a nombre de sus herederos (Pincho Guerra) por el servicio de Mystère —el Falcon de los 80—, recibido en fraude de Ley para que pudiera esquivar un atasco de tráfico en Portugal o para llegar a tiempo a una corrida de toros en Sevilla. De aquellos polvos, este lodazal.
Nadie puede estar en contra de que el presidente del Gobierno, en el ejercicio estricto de su cargo, o un ministro en necesidad urgente de dar servicio a España, usen los medios de Ejército del Aire. Pero el abuso debe ser perseguido por lo que tiene de administración desleal de un bien público, es decir, por lo que tiene de delito de malversación. Si sabemos, y vive Dios que lo sabemos, que muchos de los 151 viajes de Pedro Sánchez, igual que la escapada de las ministras podemitas a los Estados Unidos, son viajes privados o partidistas disfrazados de necesidad pública o falaces motivos de seguridad, es que algo falla en nuestras leyes.
Crisis económica tras crisis económica —hay jóvenes españoles que no han conocido otra cosa—, los políticos van perfeccionando las leyes tributarias y los medios de inspección para evitar el fraude y exprimir sin compasión alguna, a lo sheriff de Nottingham, los bolsillos de los empobrecidos españoles. Pero siempre se olvidan, vaya cabeza la suya, de mejorar las normas muy imperfectas que permiten que un presidente o un ministro del Gobierno nos mienta a la cara y use mal el dinero de nuestros impuestos y los medios del Estado en beneficio propio.
Hemos insistido muchas veces a lo largo de estos dos últimos años en la necesidad de una regeneración ética de la vida pública española, tan señalada por la pandemia. La crisis económica y energética que padecemos, en gran parte por culpa de esos mismos que abusan de nuestro dinero, intensifica la huella de inmoralidad —más letal que la del carbono— de la clase política dirigente que hace todo lo contrario de lo que dice.
Ahora mismo, en esa necesidad de regeneración ética sólo podemos encontrar a un partido notable en escaños y con vocación de futuro como Vox. Del resto, es decir, de los que pasaron o siguen pasando por los mullidos asientos de un reactor de la Fuerza Aérea, nada sabemos. Bueno, sí que sabemos algo por la experiencia acumulada después de 45 años de abuso: que lo quieren volver a hacer.