Por mucho que se empeñen ciertos líderes del Partido Popular en hablar cada vez que pueden de la reunificación del centro-derecha queriendo hacer pasar a VOX por una escisión del Partido Popular, la realidad es que las diferencias entre ambos partidos son enormes, incluso abismales.
El éxito de VOX, que ayer cumplió nueve años, aunque el primer lustro lo pasó poco menos que predicando subido a un banco con un megáfono, radica en que la formación de Santiago Abascal es previsible. Insta a los electores a no votar a VOX si lo que desean es que incumpla sus promesas electorales, y toma el voto de sus electores como un contrato ético por el que VOX se obliga a cumplir lo prometido sin calcular futuros costes electorales ni claudicar ante la fortísima presión de los medios del consenso.
La última década de la política española ha evidenciado que VOX se crece con el castigo, al contrario que un PP que a la menor presión se aconcha como el toro manso que al primer puyazo busca el refugio de las tablas y muge moderación. VOX no es esponjoso ni soluble, no se compadece de sí mismo y por más que esta honrada inflexibilidad pueda limitar sus posibilidades de crecimiento a corto plazo, no altera sus principios por posibilismo alguno, y mucho menos por el qué dirán mañana los medios, la izquierda o las casas de encuestas.
La polémica de estos días sobre el anuncio de un nuevo protocolo en defensa de la vida del no nacido en Castilla y León ejemplifica lo anterior. Desde posiciones distintas, pero que durante unos días parecieron coincidir en la necesidad primaria de presentar batalla a la hegemonía cultural de la izquierda, las dos formaciones negociaron, consultaron, acordaron, suscribieron y presentaron un mínimo protocolo de apoyo a la natalidad. Por desgracia, esta benéfica conjunción de equivalencias en dos partidos que se dicen provida (artículo segundo de los estatutos del PP y medida número 75 del programa de VOX) se ha desmoronado al simple contacto de los populares con el ruido furioso provocado por la izquierda. El PP recula. Tanto, que los de Feijoo han vuelto al rajoyismo —doctrina del incumplimiento sistemático de los principios y promesas— pasando por aquel casadismo que, no sin titubeos, acabó eligiendo neutralizar a VOX antes que enfrentarse a la izquierda.
El PP vuelve a ceder a la presión y concede, desde un rajoyismo revivido, que la izquierda tiene el monopolio de la razón. El día que VOX asesine sus principios y falte a su palabra, el partido de Santiago Abascal será moderado, clientelar, aconchado; sobre todo, superfluo. Y de esos ya tenemos uno. España no necesita más.