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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La Diada, o la mentira institucionalizada

Se vuelve a celebrar una Diada cuyo relato político oficial nada tiene que ver con la verdad histórica. Advierte José Javier Esparza de que «no es posible construir una comunidad política si esta carece de un relato sobre sí misma».

El 11 de septiembre de 1714 la ciudad de Barcelona se rendía ante las fuerzas del duque de Berwick, un francés de origen angloescocés que servía a las órdenes de un candidato francés al trono de España, Felipe de Anjou. La muerte sin descendencia de Carlos II, el último Austria, había dejado vacante el trono en 1700 y toda Europa rompió a pelear por el premio. Los barceloneses –que no todos los catalanes-, que habían apostado primero por Felipe, cambiaron después de opinión –no entremos en las causas- y apostaron por el otro candidato, el archiduque Carlos de Austria, con apoyo inglés y holandés. Pero en 1711 a Carlos le cayó la corona imperial austriaca en la cabeza y perdió interés por la causa española. Barcelona se quedó sola. Un ejército de franceses y españoles asedió una ciudad de españoles que había perdido el apoyo de ingleses y austriacos. Los de Barcelona terminaron sacando la bandera de Santa Eulalia –que no la senyera- y lanzándose a un combate imposible “por su rey, por su honor, por la patria y por la libertad de toda España”, que tal rezaba el manifiesto del conseller en cap Casanova, y “por nosotros y por la nación española”, como dejó escrito el jefe militar de la defensa, Antonio Villarroel. Barcelona perdió.

No, la guerra de Sucesión no fue una guerra de catalanes contra españoles. Fue una guerra de españoles con un rey francés, contra otros españoles con un rey austriaco, y en la liza entraron contingentes de Inglaterra, Austria, Francia y Portugal. Lo que estaba en juego no era sólo la corona española, sino el equilibrio de poder en Occidente. Ni siquiera es del todo exacto decir que en la pugna comparecían dos formas de concebir el Estado, una más centralista y otra más foralista, porque con frecuencia estas opciones iban adheridas a los pactos locales de poder de cada una de las fuerzas en presencia. Es hilarante que este episodio, sin duda trascendental para la Historia de la Europa moderna, haya quedado reducido hoy a una inexistente lucha de unos catalanes que no tenían conciencia de tales por una independencia que nunca habían tenido ni nunca quisieron.

El relato separatista de la Diada es simplemente mentira. Ni los catalanes luchaban por su independencia ni España había invadido Cataluña. No hay ni una sola prueba histórica que permita defender semejantes cosas. Ahora bien, esta mentira, a fuerza de ser repetida con abundante subvención oficial, ha terminado por convertirse en verdad a ojos de muchos catalanes. Y no es sólo una enfermedad catalana, porque lo mismo ocurre con otras muchas “certidumbres” de la cultura oficial española. El pueblo vasco nunca ha sido una etnia radicalmente diferente del resto de los españoles. Los gallegos no han sido nunca un pueblo celta –no más que otros de la península-. Las raíces musulmanas del pueblo andaluz son una simple invención folclórica. Y España no exterminó a los indios de América. Ni la Inquisición asesinó a decenas de miles de personas. Ni la España del Frente Popular era un oasis democrático. A pesar de que estas cosas se enseñan hoy en nuestras escuelas.

Las discusiones históricas no son una cuestión marginal, asuntos de minorías eruditas o de tertulias de café. Al contrario, son una cuestión política de primera importancia. Porque no es posible construir una comunidad política si esta carece de un relato sobre sí misma. Pero la España actual ha renunciado a construir ese relato y, aún peor, ha permitido que en su lugar lo hagan poderes locales interesados en la atomización de la conciencia nacional. Las consecuencias sólo pueden ser catastróficas. El aquelarre separatista que mañana se celebra en Barcelona es fruto de una de esas mentiras históricas elevadas a la condición de verdad oficial. No es la única. Va siendo hora –si no es ya demasiado tarde- de que la nación española reconstruya su verdadera identidad.

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