Las banderas, tan denostadas en nuestros días por quienes secretamente desean enarbolar otras, se han ganado fama de símbolo romántico y opuesto al pragmatismo, cuando en origen fueron algo tan práctico que podía significar la diferencia entre la vida o la muerte: saber, en el fragor de la batalla, dónde estaban los tuyos.
Este domingo fueron un mar en Barcelona y tuvieron idéntica función, pero se diría una maldición de nuestra historia que cuando el pueblo está grande, nuestros políticos se achican, y allí mismo, en esa marcha que nada tenía que ver con ellos y que se formó en buena medida a su pesar y contra su buen juicio, desembarcaron prestos a secuestrarla y llevar el agua -la riada- a su mezquino molino.
Nada especial aquí, es lo suyo. A esa veleta inane que, por sus pecados, tiene el PSOE por secretario general, le ha faltado tiempo para auparse al carro, que le han debido fallar las rodillas viendo ese inmenso rebaño sin pastor después de hartarse de pastelear y mandar a sus mesnadas a igualar la aplicación del 155 con la misma DUI.
Pero no es de ese veletilla desdeñable de quien quería hablar, ni de una instrumentalización sencilla y a favor del viento, sino de ese otro darle la vuelta a todo y pretender que aquello era casi lo opuesto de lo que el más imbécil podía advertir a simple vista.
Hablaron el Nobel Vargas Llosa, al que por lo visto en redes es xenófobo llamar peruano, y Josep Borrell, cuidado con él, y ambos tuvieron la presencia de ánimo -llamémoslo así- de enfrentarse a un mar de rojigualdas como no se ha visto en décadas en Barcelona y decir que de lo que iba la vaina era del fin de las fronteras.
Pueden revisar fotos hasta que les duelan los ojos: había rojigualdas, no faltaban las gloriosas cuatribarradas y aquí y allá, como contrapuntos cromáticos, alguna bandera de Europa.
El fin de las fronteras
Pero esa fue la que, quizá por un problema de visión de hacérselo mirar, Borrell destacó entre todas, llamándola «mi estelada». Sería de justicia poética que las urnas dieran a quienes tales declaraciones hacen la proporción de votos acorde a las banderas en que se arropan.
Y con esto, creo, llegamos al intríngulis, al meollo del asunto, al elefante que juzgamos transparente en medio de la habitación y del que es de mal gusto hablar: pretender que entre el nacionalismo aldeano y de tebeo y el deseo de romper con todo, cogernos las manos con un indonesio y un tanzano y cantar «We Are The World» no hay nada en medio; no hay lo que en realidad más pesa, una nación multisecular y tan real como palpable.
Es cosa del liberalismo de todos los partidos -también lo hay, don Friedrich-, entre cuyas huestes tengo incontables amigos, eso de ansiar el fin de las fronteras y ahora mismo, mientras escribo esto, curioseo en Twitter y les veo abanderando (con perdón) esa misma tesis.
Y no deja de ser curioso, porque han sido quizá los autores liberales quienes con más acierto y mejores argumentos han evidenciado la ignorancia de que hace gala la fantasiosa izquierda cuando desprecia los incentivos y despliega un plan que quizá sería perfecto si el hombre fuera cualquier otra cosa, preferentemente una abeja.
Es una lástima, digo, que tan clarividentes como se muestran para este error en la concepción de la naturaleza humana en este aspecto, sean tan ciegos para otros rasgos no menos connaturales a nuestra especie, como son tribalismo y territorialidad.
Si eso les suena mal o demasiado abstruso, digamos que estamos hechos para preferir lo cercano a lo remoto, lo familiar a lo extraño, lo propio a lo ajeno. Naturalmente, usted en concreto puede no sentirlo, pero también tengo entendido que hay un uno por ciento de asexuales -que no asexuados- para quienes el sexo, ni fu ni fa. Y sería bastante disparatado hacer planes sobre la humanidad esperando que todos sean así.
De símbolos e identidad
O lleguen a serlo. Porque para muchos de estos, esa necesidad de pertenencia e identidad es, como suele decirse ahora, un ‘constructo social’, un indeseable efecto secundario de la historia que estamos en vías de superar.
Sí, como el apego a la propiedad privada. No contengan la respiración, eso sí se lo aconsejo.
En cualquier caso, es simplemente un fraude pretender que eso es lo que pasó el domingo, y la evidencia está escrita en rojo y amarillo puntuando una muchedumbre inabarcable.
Una parte no despreciable del éxito del nacionalismo catalán -o del vasco- es que ha sido capaz de ofrecer a la gente símbolos y causas para responder a ese instinto primario de amor a lo propio compartido que el Estado les ha negado a machamartillo. Se ha querido combatir el nacionalismo de patria chica ridiculizando el amor a lo nuestro en general como un sentimiento de salvajes que no ha traído más que guerras. El hijo ha pedido pan y le han dado una piedra.
Lo de las guerras es divertido. Ayer le tocó a la religión ser causa de todas las guerras; hoy, al nacionalismo. En lo que parecen no caer quienes manejan este simulacro de argumento es que la constante en este caso es la guerra, que se ha dado por esa y por variadas causas, desde las vacas (eso significa etimológicamente la palabra sanskrita para ‘guerra’, ‘lucha por las vacas’) hasta el sexo. Es decir, cualquier cosa que valore el ser humano se convierte en un buen pretexto para luchar por ello.
España era un PowerPoint, era un PIB compartido, era el miedo a quedar fuera de ‘Europa’ y del euro; ha sido hasta este momento el valladar contra la fuga de las empresas y la caída del turismo. Y no digo que eso no tenga su importancia y su peso, pero, caramba, el ser humano no es una vaca que se contente con su ración de pasto.
La gente que inundó las calles de Barcelona el domingo ha estado rápida para evitar que pudiera decirse que todos los catalanes tienen a Cataluña por única patria. Pero ahora todos deberemos estar vigilantes para que nuestros políticos no vendan la conclusión de que no queremos ninguna.
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