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Nadie parece echarlo en falta

Barcelona, una ciudad sin cronista

Barcelona. Logan Armstrong / Unsplash

Barcelona no tiene cronista oficial, aunque, en cierto modo, hay hoy un puñado de escritores que ejercen oficiosamente de eso. Que estudian la historia y cuentan lo que ven, lo que oyen, lo que pasa por ahí desde el Tibidabo hasta Colón. En este sentido, puramente cotilla e imprescindible, guardo mis dudas sobre la entereza de la patrulla, incluido yo. A Lluís Permanyer, autor de La Rambla o la Barcelona burguesa, le propusieron hace unos años asumir el cargo (no remunerado, por cierto), pero lo rechazó. Y así, el puesto está vacante. Tampoco nadie parece echarlo en falta, quizás porque, de cubrirse, el relato podría ser demasiado terrorífico para los políticos actuales, a tenor de lo que ha ocurrido en la Condal los tiempos recientes. El mismo Permanyer, hombre moderado y elegante, ha puesto a veces el acento sobre cuestiones como la anárquica circulación de los patines eléctricos o algunas obras tan bochornosas como eternas. También Joaquín Luna, señor que conoce diversos ambientes barceloneses, incluso los más distraídos, gasta tinta sobre el turbulento devenir de la urbe. Y, por poner otro ejemplo, Ramón de España, ironista underground, rezuma una melancolía inevitable en todo barcelonés de pro.

No creo necesario disponer de un cronista oficial, aunque en otras épocas sí lo hubo y de qué estatura intelectual. Incluso Cela, premio Nobel, publicó un precioso libro en 1975, ilustrado por Federico Lloveras y titulado Barcelona, en que describe, cual paseante, los lugares más señalados, desde la Plaza del Rey hasta el monasterio de Pedralbes, pasando por el otrora flamante Paralelo, donde existían locales de music-hall de nombres tan sugerentes como Ba-ta-clan, Folies o Sevilla.

Pero ahora quisiera referirme, en concreto, al gran cronista Andrés-Avelino Artís, más conocido como Sempronio, que vivió de 1908 a 2006. Autor, entre otros libros, de una tetralogía barcelonesa (Los barceloneses, Secretos de Barcelona, Sonata a la Rambla y Minutero barcelonés), despliega en su obra, con un estilo tan cercano como cariñoso, la mundología y los escenarios de la vida aquí, extraordinariamente compleja. Plagada de personajes a cual más pintoresco y que hicieron de la ciudad un hervidero humano, un teatro donde riqueza y pobreza, arte y picaresca, estrafalarias existencias, se confundían para gloria de esta cosa vieja y briosa llamada Barcelona. Todo cronista, se dice, es un forense. Da cuenta de la vida que se desvanece. Con su obra Barcelona era una fiesta (1980), Sempronio ofrece una selecta colección de crónicas urbanas, historias de la no tan conocida Condal. Un informe de las pérdidas y de lo que sobrevive con fragilidad. Llegó a conocer a La Moños, una enjuta y misteriosa mujer que se paseaba por las Ramblas y de la que nadie sabía nada. Ni de dónde venía ni de su pulular errático y famoso. Sobre ella se hicieron melodramas, todos en torno a la enajenación amorosa que arrastraba por Canaletas. Un caso de celebridad nacida del misterio. Siquiera nadie sabe cómo desapareció del escenario ramblero.

Nuestro más brillante cronista se detiene, por supuesto, en otras estampas. El último carretón móvil de café con leche, dotado de agua corriente (una manguera empalmada a un registro) para lavar los vasos. O el simpático perrito guardabarrera, con gorra y uniforme, del cremallera a Montserrat. También las lavanderas, que iban a lavar ropa de casas de su propia parroquia a cinco pesetas por hora de trabajo. O quienes compraban y vendían pelo ajeno (el más apreciado era el negro, mientras abundaba un rubio menos considerado en la época) y hacían luego pelucas para muñecas. Toda aquella Barcelona enterrada está en Sempronio. Ahí, por supuesto, los llamados castizos. Por ejemplo, Batista, cazador de mochuelos. Servían esas presas de reclamo para la caza del tordo y él las vendía en Castellón. O Napoleón, decano de los taxistas de Barcelona, que aunque no sabía leer ni escribir hablaba francés con los turistas, sus principales clientes, y además representaba silbando, cual lírico jilguero, óperas italianas (se jactaba ser el mejor silbador de España).

La urbe que describe Sempronio, con alzada gracia, abarca una cronología extensa. No sólo agudizaba el oído, también hablaba, se aproximaba al taxidermista o al sabio Lleonard, al que le buscaba una pensión para poder acceder a la deseada entrevista: el sabio, un hombre callejero que curaba catarros en un santiamén y garantizaba una vida de 150 años, declaraba al cronista que “en Madrid interrumpí una vez a Marañón. Subí al estrado y demostré en la pizarra que era un farsante. La sesión acabó a tiros”.

De cualquier tipo humano sacaba Sempronio un retrato al natural. No juzgaba, amaba lo que veía por ahí, arañaba con elegancia sus interioridades en pro de pergeñar la próxima crónica. Y luego escribía, siempre bajo el principio de que la belleza, cuando se ha hallado, no hay que tocarla ni mucho menos manosearla, esa práctica tan común hoy. Era un cronista profesional, no le dolían prendas sus caracterizaciones antropológicas. Tenía una misión autoimpuesta, recoger las riquezas humanas de la ciudad que nunca se acababa. En cada esquina, surgía de repente el tipo que guardaba un misterio para la historia.

De su chispeante obra Barcelona era una fiesta, deduzco que la urbe no tenía nada que envidiar a aquel París mundialmente icónico. Ya saben, los vestidos elegantes, Maxim’s, la sopa de cebolla de madrugada en Les Halles… Por sus páginas barcelonesas desfilan cupletistas, el Circo Olimpia, los negocios de sastrería de La Ribera, la mayor terraza de Europa (el Café Español de Carabén), la ciudad dulce (por las divinas pastelerías) y las milicias femeninas de la Rambla, siempre solícitas a satisfacer cualquier placer mundano.

El último libro de Sempronio que obra en mi biblioteca lleva el título de Aquella entremaliada (caótica) Barcelona. Data de 1978 y, al leerlo, diría que el autor está ya haciendo una especie de viejas cuentas con la urbe. Apunta que “la hora del té tocó también en el Ritz, con consecuencias no menos espirituales”. En sus tripas, siendo muy interesantes, da sobre todo cabida a la burguesía centenaria, al puñado de familias que, desde la edificación del gran palacio burgués catalán, mandarían y mandan en Barcelona. Unos centenares de apellidos. Algunos les sonarán hoy, elocuentemente. Esto no tiene nada de malo. La sociedad avanzó y la generosidad volvía esplendorosamente a sus círculos de influencia. Qué lejos quedaba ya la contienda civil, que además ellos habían ganado. Mucho más ricos y acomodaticios, esos señores bajaban a La Gout d’Avinyó a comer como los acaudalados franceses. Aprendían a comer fino, como diría el conde de Sert. El dinero corría y Barcelona, al fin, volvía a ser no ya industriosa, sino insultantemente provinciana. Menos desordenada, pero con mayor parné. Y mucho después llegó el 92, como un destino. Pero esa es otra historia.

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