Las hermosas tierras de la provincia de Gerona hace tiempo que están ‘desconectadas’ de madrileños, asturianos o canarios. Una gran parte de los catalanes del interior viven sumergidos en su propio ecosistema cultural y nacional. Allí la profusa iconografía independentista invoca una situación de ‘anormalidad nacional’
Hay dos Cataluñas con límites geográficos relativamente bien definidos. La litoral, que abarca las ciudades de Barcelona y Tarragona y sus respectivas áreas de influencia, que concentra casi el 80% del PIB y dos tercios de la población, y la Cataluña interior. La primera es aún plural y partidos como PSC, Ciudadanos y PP conservan cierta influencia. Pero hay otra Cataluña, sobrerrepresentada en el Parlament merced a un sistema electoral nada inocente, que es, de facto, otro país.
Cuando los analistas demoscópicos preocupados por la situación hablan de “población irrecuperable” se refieren a estos catalanes. Vecinos de Olot, de Ripoll, de Banyolas cuya relación con (el resto de) España se reduce a un Barça-Real Madrid dos veces al año. El castellano ha desaparecido por completo y el catalán opera como lengua franca y exclusiva. En las comunicaciones oficiales y en las conversaciones de botiga. En la prensa, la cartelería, la televisión y en los menús del día. Un cartel de ‘Municipi per la independència’ saluda al visitante y anuncia una atmósfera asfixiante al discrepante.
Un espectador extranjero, desconocedor de la histórica españolidad de estas tierras, podría deducir que se trata de una bolsa de población atrapada en un Estado ajeno. Como rusos encapsulados en Letonia tras el desplome de la URSS.
La senyera oficial, antaño icono del catalanismo, es hoy sospechosa de unionismo y, salvo del mástil del ayuntamiento, ha sido erradicada por completo del paisaje urbano. Y es muy probable que los más jóvenes no hayan visto jamás una bandera de España. Hace mucho tiempo que el Estado desertó de estos lugares, ignorando la máxima del almirante Blas de Lezo: «Una nación no se pierde porque unos la ataquen, sino porque quienes la aman no la defienden».
Josep Ramón Bosch, primer presidente de Societat Civil Catalana, no se cansó de advertirlo:
“Yo vivo en el interior de Cataluña, lo que quiere decir que ya vivo en la independencia. En mi pueblo no hay una bandera española en cuarenta kilómetros a la redonda. Hay esteladas en lugares públicos y también en muchas casas privadas. En los colegios e institutos hay un adoctrinamiento real, España es percibida como un concepto antiguo, caduco y antinatural incluso, como un Estado opresor. En según qué zonas, por tanto, ya no se puede estar peor”.
Artillería visual
Y si España y sus símbolos son la opresión, la omnipresente senyera esteleda es la bandera de la Cataluña que nace. La bandera de combate, el icono de la rauxa. Luce en cada balcón y sólo cede espacio a eslóganes que claman ‘democràcia!’ y ‘llibertat!’.
Incluso sin gente, las calles de estos pueblos gritan. La iconografía se escucha rotunda, asfixiante. Moldea conciencias y mantiene enhiesta la conciencia nacional. Es el recuerdo permanente de la tarea por hacer, de la libertad conculcada. Y así lo entiende la propia Assemblea Nacional Catalana en cuyo último vídeo, una vez lograda la secesión, se pliegan las banderas :
La artillería visual del independentismo es el motor de la espiral del silencio de Elisabeth Noelle-Neumann. Los individuos, decía la politóloga alemana, adaptan su comportamiento a las actitudes que entienden predominantes. Y su silencio alimenta las actitudes predominantes. “Hay pueblos en los que no se puede hablar”, explica Manuel Lara, vecino de Anglès, a este periódico.
La sensación al pasear por las hermosas localidades gerundenses de Amer, La Cellera o Anglès es que España ya no está. La ‘España eterna’ que un día vivió y murió en Los Sitios de Gerona se ha confinado en Madrid. El sistema de administración autonómico ha hecho prescindible la presencia del Estado. Ocurre como con el castellano: sencillamente los vecinos ya no lo necesitan. El interlocutor público es la Generalitat. Suyos son los hospitales, los colegios, las becas, la policía o la labor asistencial. El Estado no tiene un espacio físico en Barcelona para alojar policías, cuanto menos lo iba a tener en estas localidades. España no está en lo físico, no ha de sorprender que tampoco esté en lo sentimental.
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