«Ser es defenderse», RAMIRO DE MAEZTU
¿qué es comer bien?

Comer bien en EspaƱa: adrianistas contra conservadores

Europa Press

En algĆŗn momento, en EspaƱa, se comĆ­a bien. Conocemos que, tambiĆ©n, se ayunaba cristianamente. La bibliografĆ­a y el arte sugieren siglos medievales de ollas, matanza del cerdo y algunas hambres. La edad moderna, sus banquetes reales y la austeridad castellana. TambiĆ©n los frutos del Nuevo Mundo. Y la obstinación barroca por la belleza de una mesa aristocrĆ”tica, donde comparecen liebres, faisanes, quesos, hogazas, ostras, higos, cerezas, peras y vino, mientras el famĆ©lico pĆ­caro merodea entre claroscuros. Y asĆ­, hasta la gran cocina afrancesada del diecinueve, aunque en las Hurdes siguieran calentando gachas con aroma a leƱa. DespuĆ©s, desarrollismo, los almuerzos normalizados, el recetario nacional mil veces visitado. Y, algo sospechoso hoy, la reiterativa apelación al recuerdo: Ā”QuĆ© bien cocinaba la abuela! 

Luego estÔ la cuestión moral, ¿qué es comer bien? Difícil alcanzar una respuesta satisfactoria. Si Manolo afirma que come bien cada día con su ración de morcillas y patatas fritas, la cosa tiene poca discusión. Si la dulce grasa porcina se desliza por sus comisuras y él rememora algún momento feliz de la niñez, resulta inútil discutir que Manolo estÔ comiendo bien. Visto así, parece un asunto científico: cuando el hombre vivía en cuevas oscuras e insalubres, zamparse un enjuto roedor debía ser como ensartar hoy un pichón de Bresse sangrante, confitados sus muslos en mantequilla y fondo de ave, sobre un plato de porcelana con el emblema de Via Veneto. «¿El señor ha comido bien?». Ni mejor ni peor que Manolo o aquel tipo de Altamira. Claro que el pintor paleolítico no tuvo posibilidad de probar unas pochas con almejas o una becada con trufa, manjar éste hoy casi perdido. Y a Manolo tampoco lo sacas de su aguerrido rancho.

Podemos establecer nuestros paradigmas, estamos cada uno debidamente educados en los principios culturales del buen comer. Nos adentramos asĆ­ en la complejidad del placer, en las manĆ­as, en las fobias y las filias, emperadores del gusto. Cómo ha de ser ser el punto de la carne, si la tortilla de patatas debe llevar cebolla, la mejor cocción del arroz, etcĆ©tera. A un seƱor de provincias le encantan los huevos fritos con puntilla y el youtuber ha descubierto maravillado las patatas fritas de bolsa con sabor a huevo frito. En LogroƱo preparan una paella con chorizo y en Zamora con aceitunas y huevos duros. Algunos catalanes comen cebolletas asadas con las manos, babero preservativo en torno al cuello. Hay pueblos vecinos que se disputan acaloradamente la propiedad de un plato. Los manchegos hacen un gazpacho a la leƱa con oruga (planta) y conejo, y en Córdoba nadie discute la superioridad de su salmorejo sobre el muy popular gazpacho andaluz. 

Todo un síntoma, la industria alimentaria no deja de apelar a la tradición, aunque esta sea ya un fantasma en la memoria colectiva. Para encontrarla por ahí, humeante en algún fogón, hay que vestirse de explorador con espíritu arqueológico. DirÔn que exagero, pero he sido espectador de una debacle barcelonesa, de tipo vírico, en que los restaurantes que todavía perseveraban en el viejo recetario iban cayendo uno tras otro. Para el comilón melancólico todo se ha vuelto complicado. La debacle a la cual me refiero tiene un origen variopinto. Por un lado, la introducción de la cursilería y los modismos en las maneras culinarias. Por otro, la volubilidad general de la clientela. Y, al fondo, el esplendor adrianista y su prole, la acrítica exaltación del genio de El Bulli. De pronto, la posmodernidad ventiló cocinas centenarias y los hijos de los marmitones se apuntaron a un cursillo donde Adrià. Al volver con el diploma, vaciaron de sabiduría, salsas profundas y elaboraciones honestas las cocinas de sus padres. Se entregaron a las espumas y a la vanidad del espectÔculo, ofreciendo no ya comer, ni siquiera comer bien, sino vivir una experiencia. Aquello resultó, en el mayor de los casos, un crimen, y tanto Manolo como el burgués racional comenzaron a temer salir a cenar y pagar la factura por recibir un castigo en lugar de una recompensa.

Se desvanecieron los pleitos entre adrianistas y conservadores y, ahora, uno dirĆ­a que el gusto mayoritario vaga nostĆ”lgico en busca de una mesa que ya no es. La globalización del aguacate y las fusiones orientales han arrasado los estómagos y las mentes de media EspaƱa, por no hablar de las malditas patatas bravas. Prevalecen algunos santuarios de la tradición, antropologĆ­a del gusto, sin mĆŗsica, sin selfies, con manteles de hilo, riƱoncitos al jerez y merluza del CantĆ”brico, por decir. 

Tampoco habría mucho debate, siempre es mÔs eficaz destruir que cargar con el peso de la historia. Jugando con las certezas, confeccioné una pequeña encuesta entre mis lectores de Twitter. Planteé si comíamos mejor bajo la autarquía culinaria, es decir, bajo el longevo corpus, o tras la aparición de la cocina «de autor». La mayoría (un 57%) votó a favor del primer enunciado y, en segundo lugar, un 24% se decantó por la opción «igual de bien» antes que después. 

DecĆ­a Revel que Ā«hay gastronomĆ­a cuando hay polĆ©mica permanente entre antiguos y modernos y cuando hay un pĆŗblico capaz, por su competencia y riqueza, de arbitrar tal querellaĀ». 

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