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Distorsionan la realidad con entusiasmo

«El peligro es la islamofobia»: así actúan los negacionistas del terrorismo islámico

Asesino del sacristán Diego Valencia. Twitter

Son más peligrosos quienes advierten del terrorismo islamista que los yihadistas que pasean machetes por España. Es peor caer en la islamofobia que entrar en una iglesia a matar curas a sangre fría. Sólo así es posible que el asesinato de un sacristán en Algeciras no suscite tanta indignación como la posibilidad de criminalizar a los musulmanes, esto es, revelar la nacionalidad y religión del criminal. Contar la verdad es delito de odio.

Porque, que maten al grito de «Alá es grande», ¿acaso demuestra que el terrorismo islámico tenga algo que ver con el islam? Relacionar ambos fenómenos está fuera de lugar, es racismo. Esos crímenes deben ser cosa de lobos solitarios que, vaya coincidencia, siempre actúan bajo el mismo patrón: matando al infiel. En Europa, a cristianos. 

A ese empeño, el de distorsionar la realidad, se entrega con entusiasmo la gigantesca brigada propagandística comprada por el poder repitiendo consignas que hablan de ‘stop islamofobia’, discursos de odio y otros tópicos de pegatina. Se trata de ir siempre al ataque, de no retroceder ni un centímetro incluso cuando los hechos contradicen su narrativa.

Claro que esto ya lo hemos visto antes. El manifiesto del movimiento 8-M en 2021, lejos de pedir perdón por salir a la calle el año anterior cuando el virus chino campaba a sus anchas, dio la vuelta a la película: «El feminismo es la cura: contágiate y propágalo. Vacúnate contra el machismo».

La repetición sistemática de mantras propicia que el bien y el mal dejen de ser conceptos objetivos, de modo que a un mismo hecho se le aplica un rasero diferente dependiendo de quien lo cometa. Así, la violencia islamista no tiene nada que ver con el islam, pero si un hombre mata a su mujer entonces es violencia con apellido, violencia machista. Las condenas públicas, minutos de silencio, alertas en medios, campañas de acoso a la justicia, pactos de Estado, leyes de género y hasta un ministerio con casi 600 millones de euros de presupuesto son las divisiones acorazadas que imponen el discurso único y amenazan al disidente. Cuestionar este tinglado es negacionismo.

La presión es tal que ha logrado colonizar a la oposición, ya indistinguible en términos ideológicos y semánticos del Gobierno. Si Sánchez se refirió a la víctima como «el sacristán fallecido en el terrible ataque de Algeciras», Feijóo habló de «ataques cometidos esta tarde en Algeciras». Ataques, obsérvese qué coincidencia, como eufemismo para evitar palabras clave como marroquí, inmigrante ilegal, terrorismo islamista, islam o yihadismo.

Lo mismo sucede en los medios de comunicación e incluso en los de la Iglesia. La mañana del jueves fue frenética y en COPE, donde ya criticaron medidas provida, Carlos Herrera trazaba las líneas rojas: «Marruecos es un aliado contra el yihadismo y los musulmanes no yihadistas son las primeras víctimas del yihadismo». Naturalmente que sí, si alguien tiene derecho a quejarse son ellos, los musulmanes, las verdaderas víctimas cuando los cristianos son pasados a cuchillo.

Como es habitual, la Conferencia Episcopal –su reino sí es de este mundo– no se ha salido del guion. Su secretario general y portavoz, César García Magán, ha dicho que «no podemos caer en provocaciones, no podemos echar leña al fuego, no podemos caer en demagogias y no podemos identificar el terrorismo con ninguna religión ni con ninguna fe». Estas palabras han merecido el aplauso de Ferreras, el monaguillo laico que nos hemos dado: «Qué bien ha reaccionado la conferencia episcopal». 

Telecinco entrevistó a un vecino de Algeciras que presenció el atentado. «No podemos mirar a otro lado y ser políticamente correctos con estas cosas, es que nos viene una tormenta gorda». Sus declaraciones incomodaron a Ana Rosa, que se desmarcó rápido: «Habría que pedir a las comunidades, a los políticos, que no alteren, que no provoquen con sus declaraciones enfrentamientos que no existen en este momento en la población». A su lado, un tertuliano remataba: «Todas las reacciones han sido las adecuadas excepto la del presidente de VOX».

Con el periodismo español no conviene usar la expresión no se puede caer más bajo. Susana Griso le soltó al párroco de la iglesia de nuestra Señora de la Palma, que acababa de salvar la vida de milagro, si quería «aprovechar para pedir a sus feligreses que no ataquen a personas creyentes de otra religión».

Por si escaseara la basura en Atresmedia, La Sexta se animó (¿quién dijo miedo?) a hacer un reportaje titulado «los cristianos también han matado en nombre de la religión: ¿cuáles han sido los casos más recientes?». En él, incluían a Anders Breivik, que asesinó a 77 personas en Noruega en 2011. Un pequeño detalle: Breivik no es católico, ni siquiera cristiano.

No podemos decir, de momento, que el martirio de Diego Valencia haya cambiado nuestro mundo. Será difícil con unas élites –las occidentales– que no mueven un dedo ante la sangre derramada por cristianos, ya sea en Oriente u Occidente. A quienes sí rechistan, sin embargo, son a Hungría y Polonia cuando reivindican las raíces cristianas de Europa. Aquí se retrata el burócrata, que prefiere talleres de iniciación sexual para nuestros hijos en los colegios antes que una secretaría de Estado –como tiene Hungría con Tristan Azbej– dedicada a ayudar a los cristianos perseguidos. 

Desconocemos si a estas horas del sábado podemos confirmar ya que se trata de un atentado yihadista, no convendría precipitarnos por más que el asesino gritara «Alá es grande» cuando hundió su machete en el cuerpo del sacristán gaditano.

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