«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Una nueva generación cree que la gravedad de los hechos exige contundencia

La derecha sociológica toma la calle contra el Leviatán: ¿es legítima la violencia?

Jorge de la Hera

A Pedro Sánchez hay que agradecerle que la derecha sociológica haya conocido la calle. No se veía a un pelotón de antidisturbios cargando contra ella desde la Transición, esos años tan idealizados cuyo mito se desvanece entre gases y porrazos dirigidos contra la generación del baby boom a la que la valla de Ferraz ha cogido con el pie cambiado.

«¿Cómo puede ser que la policía a la que aplaudíamos antes de partir a Cataluña en 2017 nos trate así?», se preguntan quienes alcanzaron la mayoría de edad en los años de la pana gorda, la movida y las promesas del progreso infinito. Cuarenta años perdiendo todas las batallas deberían ser suficientes para evitar las preguntas equivocadas. Han sido décadas de confusión y derrotas llamando «cortina de humo» a las transformaciones sociales y la violencia impulsadas por la izquierda, al terrorismo separatista y, en definitiva, a todas las victorias del PSOE que ha impuesto una revolución antropológica que se ha tragado hasta la Iglesia.

Brecha generacional

Tal nebulosa explica la torre de Babel a la que asistimos estos días en los aledaños de Ferraz. Hay una brecha generacional que se aprecia con claridad en la cuestión de la violencia. Por un lado, están quienes han interiorizado que salir a la calle es de una vulgaridad terrible y asumen que son ellos, modélicos demócratas, quienes deben controlar a los manifestantes más exaltados. Por otro lado, están quienes creen que la gravedad de la situación exige, aunque sea en un grado infinitamente menor que el empleado por la extrema izquierda y el separatismo (ETA, Terra Lliure, Resistencia Galega…), recurrir a la fuerza si es necesario. Estos últimos, casi todos jóvenes, no han mamado la hegemonía cultural de la izquierda y creen, al contrario que sus padres, que en ningún lugar está escrito que sea eterna.

Quizá por eso cabe imputarle a la derecha no haber tirado un papel al suelo en las manifestaciones de los últimos 40 años. Claro que hubo un paréntesis. Fue en el verano de 1997, cuando millones de españoles se echaron a la calle tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco sin que ningún partido lograse pastorear la revuelta. La reacción, popular y transversal, fue tal que hasta las herriko tabernas y sedes de Batasuna y el PNV fueron atacadas. Entonces, como ahora, no faltaron las voces llamando a la calma. «No somos como ellos».

El mensaje ha calado en toda una generación incapaz aún de expresarse frente a una izquierda y un independentismo que han practicado la violencia y el terrorismo en toda España (Madrid es la ciudad donde ETA más asesinó) durante décadas. Por eso el Gobierno que va a indultar el terrorismo de los CDR y un golpe separatista es capaz de interiorizarle la culpa a quienes acuden a Ferraz por tres bengalas y dos petardos que ni siquiera han encendido ellos.

Con lo plácida que vivía esa derecha, entre podcast y partidos de golf, y de pronto se ve en mitad de una barricada. Toda una generación ha perdido la inocencia incubada durante los años de las manos blancas contra ETA mientras sonaba Libertad sin ira de Jarcha y las marchas provida con globos a la salida de misa. Algo así como cuando Agustín de Foxá («soy conde, gordo y fumo puros; cómo no voy a ser de derechas») dijo que lo que no le perdonaba al comunismo era que le hubiera hecho falangista.

La legitimidad del Leviatán

La cuestión de fondo, sin embargo, es la legitimidad de la violencia. Ya es sabido que al Estado —el Leviatán— se le ha entregado el monopolio de la violencia para defender el Estado de derecho, nuestras libertades y seguridad. Es lo que explica que nadie se tome la justicia por su mano cuando sufre, por ejemplo, un atentado terrorista. Renunciamos al ojo por ojo porque cedemos al Ministerio del Interior el uso de la violencia legítima.

Ahora cabe preguntarse qué ocurre cuando el Gobierno fulmina el imperio de la ley que debe proteger a la nación. Qué pasa si el Ejecutivo asalta la Justicia para beneficiar a golpistas, corruptos y terroristas, ahora libres de delito. Pero no sólo indultados, sino amnistiados, que es el reconocimiento de que el Estado se equivocó condenándoles. El Estado pide perdón a quienes dieron un golpe contra la unidad de España y ejercieron la violencia mientras las víctimas (también los propios policías) quedan desamparadas.

En ese caso, el Leviatán, corrompido, pierde la legitimidad para usar la violencia, capacidad que el pueblo le había otorgado. A partir de ahí la resistencia civil es un derecho y un deber, una herramienta en defensa propia que la derecha oficial, como en 1997, quiere hurtar al pueblo.

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