«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Una figura central del pensamiento español de finales del XIX y principios del XX

Menéndez Pelayo: historia, nación y la herencia que no se rinde

Marcelino Menéndez Pelayo. Redes sociales

«Hoy presenciamos el lento suicidio de un pueblo que, engañado mil veces por gárrulos sofistas, empobrecido, mermado y desolado, emplea en destrozarse las pocas fuerzas que le restan (…), reniega de cuanto en la historia los hizo grandes (…), y contempla con ojos estúpidos la destrucción de la única España que el mundo conoce, de la única cuyo recuerdo tiene virtud bastante para retardar nuestra agonía». Marcelino Menéndez Pelayo, «Ensayos de crítica filosófica», 1892.

Hay nombres que el progresismo contemporáneo prefiere no pronunciar. Su sola mención desmonta con vigor y claridad un relato construido sobre la negación del pasado, la alergia a la verdad histórica y una narrativa en la que el orgullo nacional se presenta casi como delito. Uno de esos nombres es el del santanderino Marcelino Menéndez Pelayo (1856–1912).

Figura central del pensamiento español de finales del XIX y principios del XX, Menéndez Pelayo destacó sobre todo como historiador y crítico literario. Pero la izquierda no sólo le detesta por haber sido «un conservador tradicionalista» en palabras de Dalmacio Negro, sino porque defendió sin titubeos una España unida por la tradición católica y monárquica. Fue así un declarado enemigo del progresismo, del desarraigo y su figura choca con el relato dominante de una España desmemoriada y sin orgullo, esa que la izquierda y derecha acomplejada llevan años impulsando. De hecho, Manuel Azaña, tan admirado por José María Aznar, aspiró a ser el detractor del santanderino, de ahí que frente a la tradición católica contrapuso la «gran tradición humanitaria y liberal».

La biografía intelectual de Marcelino Menéndez Pelayo desafía cualquier tópico sobre la precocidad. Con solo 18 años obtuvo la licenciatura en Filosofía y Letras con premio extraordinario. A los 22, ya ocupaba una cátedra universitaria por oposición. Su nombre se inscribió en cuatro Reales Academias (Lengua, Historia, Ciencias Morales y Políticas, y Bellas Artes). Fue decano de la Facultad de Letras, director de la Real Academia de la Historia y, durante los últimos 14 años de su vida, director de la Biblioteca Nacional. Incluso fue propuesto para el Nobel en 1905. Pero más allá de los honores, lo esencial fue su obra: una vida entera consagrada al estudio y la defensa de la tradición cultural española.

Una figura clave en la formación intelectual de Menéndez Pelayo fue Gumersindo Laverde, cántabro como él, que le transmitió la erudición y la convicción de que la batalla de las ideas debía librarse también desde la sociedad civil. De Laverde le inculcó una visión orgánica de la historia, en la que el conocimiento del pasado es una necesidad vital para orientar el destino de una nación. Esa conciencia histórica, entendida como arma contra la deriva ideológica y el desarraigo cultural, sería uno de los pilares de su pensamiento: frente a la desmemoria, estudio; frente a la renuncia, fidelidad al legado; frente al desconcierto, identidad y afirmación de lo propio.

Aun cuando gran parte de la producción intelectual de Menéndez Pelayo se centró en la historia de la literatura española e hispanoamericana, dos obras destacan por su alcance histórico y por la huella que dejaron: La ciencia española, iniciada en 1876, y la Historia de los heterodoxos españoles, publicada entre 1880 y 1882. En ellas abordó la continuidad del pensamiento español y la defensa de una tradición intelectual propia frente a la visión importada y descalificadora del pasado nacional.

La ciencia española se inició como contestación a Gumersindo de Azcárate, catedrático krausista, de la Institución Libre de Enseñanza, cuando éste afirmaba que el fanatismo católico había coartado en España el desarrollo de la ciencia. En la obra, destacó la ciencia nacional y glorias hispanas en filosofía, que se encarnaban, principalmente, en tres escuelas de pensamiento: el vivismo (por Juan Luis Vives), el lulismo (por Raimundo Lulio) y suarismo (por Francisco Suárez). El historiador santanderino aportó una lista de filósofos y científicos españoles, y vinculó, además, el declive del pensamiento español a la hegemonía del racionalismo ilustrado y las ideas liberales.

En su monumental Historia de los heterodoxos españoles identificó, como antes habían hecho otros, como su tan admirado Jaime Balmes, por ejemplo, la esencia del edificio social español con la monarquía y el catolicismo. En la obra repasa la tradición católica española (la ortodoxia) y sus adversarios: las herejías y heterodoxos. Por eso dedicó tinta, por ejemplo, a la pronta y decisiva oposición española contra el islam.

Quiero también recordar su célebre brindis del Retiro en 1881, con motivo del segundo centenario de la muerte de Pedro Calderón de la Barca. Ante catedráticos extranjeros y españoles y sin haber pensado en intervenir, ensalzó España y sus pilares como la «fe católica apostólica romana», por «la tradicional monarquía española»la «nación española» y «el municipio español expresión de la verdadera y legítima y sacrosanta libertad española».

Frente al abandono de nuestra identidad, el pesimismo nacional y nuestra forma de ser en el planeta, Menéndez Pelayo encontró en la tradición no una excusa para la melancolía, sino una fuente de energía moral e intelectual. Su objetivo no era idealizar el pasado, sino recuperar en él las claves para orientar el futuro. Ante el pesimismo que corroía a su generación (tan parecido al que aún hoy persiste, aunque cada vez con menos fuerza gracias al impulso del orgullo nacional por VOX), recurrió a la historia como herramienta de conocimiento y también de pedagogía. Al estilo de Cicerón, entendió la historia como magistra vitae. Y en ella halló un antídoto contra la desmoralización colectiva y el complejo de inferioridad que más tarde describiría López Ibor: el retorno firme a una conciencia nacional que no se avergüenza de su propia existencia.

España era una unidad, primero por la fe, y luego por la historia y la geografía. Menéndez Pelayo reconocía y valoraba las singularidades de las regiones, entendiendo que lejos de amenazar la cohesión nacional, podían contribuir a enriquecerla si se mantenían dentro del proyecto común. Su visión no excluía las diferencias, pero alertaba contra su instrumentalización política. En este sentido, fue crítico con los primeros signos de disgregación que observó en su tiempo, especialmente en Cataluña y Galicia, donde denunció lo que llamó «exageraciones» promovidas por los nacientes «odiosos y estériles» movimientos nacionalistas.

Menéndez Pelayo escribiría, por supuesto, muchísimo más. Su insaciable sed de saber parecía no agotarse, y su labor intelectual no le impidió participar activamente en la vida política, primero desde la Unión Católica de Alejandro Pidal y Mon, y más tarde en las filas del Partido Conservador. Esa dimensión daría por sí sola para otro estudio. Su muerte, ocurrida en Santander el 19 de mayo de 1912, puso fin a una de las trayectorias más fértiles del pensamiento español contemporáneo. Pedro Carlos González Cuevas lo nombra con justicia como «el historiador por antonomasia de las derechas españolas». Él mismo, con lucidez y melancolía, había escrito: «¡Qué pena morir, cuando me queda tanto por leer». Y no fue una simple frase. En Menéndez Pelayo, la pasión por el conocimiento era un acto de amor a su patria. Como expresó Ángel Herrera Oria, «consagró su vida a su patria. Quiso poner a su patria al servicio de Dios».

Su ejemplo sigue teniendo fuerza. Nos llama a preservar el genio español, a mirar al pasado no con añoranza estéril, sino como fuente viva para fortalecer el porvenir. Nos invita a asumir nuestra historia en su plenitud, sin complejos, y desde ahí romper con el pesimismo injustificado. A no renunciar. A contribuir, cada uno desde su lugar, al renacimiento del espíritu nacional. Porque, como escribió Elías de Tejada, el polígrafo cántabro nos legó el camino para alcanzar la sabiduría española.

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