Es una de las banderas a las que jamás renunciará la izquierda. Como el control de los medios de comunicación o la cultura, la educación es concebida como una formidable herramienta de propaganda al servicio de la ideología. Por eso la izquierda no ha desaprovechado la oportunidad de moldear la sociedad durante los últimos 40 años con leyes que van desde la LODE (1985) o la LOGSE (1990) hasta la actual LOMLOE aprobada en la vigente legislatura.
La vocación transformadora de unos contrasta con la ceguera, el desprecio o la pereza hacia las aulas de la derecha, incapaz de asumir un rol que no sea el de gestor de la economía. Unos moldean la sociedad y otros las cuentas. Este intercambio de papeles, desde luego, ha provocado que los centros educativos se hayan convertido en el laboratorio de ideas del PSOE, motor del cambio de paradigma educativo.
A grandes rasgos, la transición culminada ha partido de un sistema basado en la meritocracia a otro enfocado en la democratización; de la exigencia al aprobado general; de la indiscutible autoridad del profesor a que la razón la tenga siempre el alumno, convertido en cliente más que en receptor de conocimientos; de la escuela como templo del saber para enseñar materias y conceptos a difundir disparates como la acientífica ideología de género o talleres de sexualización a niños de 6 años. Por cierto: fue el PP quien impuso las primeras leyes trans en Galicia y Madrid con el mismo aplomo que hoy arremete contra la de Irene Montero.
Esta inercia obedece al rodillo ideológico progresista, que ha fulminado la autoridad, el esfuerzo y la meritocracia sin apenas resistencia. El último ejemplo es la ley Celaá y su consolidación del aprobado general, castigo perpetuo para los alumnos de familias más humildes, pues igualando a todos en la mediocridad se elimina el ascensor social, única herramienta que los pobres tienen para prosperar.
Entre los hitos de la nueva ley socialista destaca la eliminación del currículo de materias como Filosofía, Historia y Matemáticas. La primera, sustituida por un catecismo laico llamado Valores Cívicos y Éticos, mientras que las otras dos mantienen el nombre, aunque han sido pasadas a cuchillo. A partir de ahora la Historia ya no se estudia de forma cronológica, lo que equivale a eliminarla. Y en las matemáticas han borrado de un plumazo la regla de tres y los números romanos en primaria, mientras que en la ESO y el Bachillerato han suprimido el teorema del seno y el coseno, el teorema de Cramer, el teorema de Bolzano, los algoritmos y han retrasado el estudio sobre el sistema de ecuaciones.
Además, el santoral progre elimina a los clásicos por un engendro llamado Educación en Valores Cívicos y Éticos dividido en tres bloques. El primero trata sobre «desarrollo sostenible y ética ambiental» y en él los alumnos estudian los derechos de los animales, la emergencia climática, la ética de los cuidados, el ecofeminismo, la Agenda 2030 o la perspectiva biocéntrica.
El segundo bloque, titulado «sociedad, justicia y democracia», incluye la memoria democrática, la igualdad de género, los derechos LGTBIQ+, las formas de Estado y tipos de Gobierno, la guerra y el terrorismo, el voluntariado, la lucha contra la pobreza o los impuestos.
El último bloque habla de «autoconocimiento y desarrollo de la autonomía moral», y en él se profundiza en cuestiones como la educación afectivo sexual, las emociones y los sentimientos o las conductas adictivas. La Filosofía, por tanto, es aniquilada como antes el latín.
Además de despojar el currículo de materias esenciales en detrimento de doctrina e ideología el sistema educativo español tiene una particularidad: arrincona a su propia lengua. El español, aunque el artículo 3 de la Constitución lo blinde formalmente («El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla. Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos»), es perseguido en comunidades como Galicia, Cataluña, País Vasco, Valencia y Baleares.
En cada una de estas regiones las oligarquías locales avanzan en la disolución de la nación utilizando las lenguas cooficiales como hecho diferencial, que es justo lo contrario de la sana diversidad de un país como España. La lengua, lejos de ser cultura, se emplea como ariete para justificar la taifa y apartar el idioma común de la vida pública hasta el punto de multar a quien no rotule su negocio en catalán o acosar a un niño, el de Canet de Mar, porque sus padres pusieron contra las cuerdas a la Generalidad catalana reclamando el derecho de su hijo a recibir la educación en su lengua materna, el español, aunque sea en el ridículo 25% de las materias como establece la ley.
Por supuesto, la deriva del sistema autonómico favorece esta coacción revestida de pactos de Estado. El paradigma es el pacto del Majestic que Aznar firmó con Jordi Pujol en 1996: el presidente del PP compró el apoyo de CIU para llegar a la Moncloa a cambio de ceder las competencias en materia de educación a Cataluña. Es decir, Aznar mercadeó con lo más sagrado: la soberanía nacional. Dicho de otro modo, fue el inicio del proceso de separatista.
Hoy, con la competencia de educación transferida a todas las comunidades autónomas, las elecciones del 28 de mayo determinarán el avance de esta tendencia disgregadora o un cambio de rumbo radical que recomponga la fibra moral, la nación vertebrada, articulada en torno a un plan general de educación.