El sistema —es decir, el Partido Demócrata en el poder— ha logrado convencer a los estadounidenses de que cuestionar la limpieza de unas elecciones, cualquiera, equivale a ser un peligroso negacionista que merece todo lo malo que le pase. Lo que tiene su gracia, porque los demócratas han cuestionado la limpieza de todas las elecciones que han perdido, especialmente las que dieron la victoria a Trump.
Y las «irregularidades» se han vuelto a repetir, fallando las máquinas como escopetas de feria aquí y allá, siendo «aquí» y «allá» siempre lugares de voto reñido. Ni siquiera hace falta ser un país del G20 para tener el recuento completo en la propia noche electoral, y aquí tenemos a la primera potencia mundial dando un plazo de semanas para acabar de registrar todos los votos. Y, en el propio país, el estado de Florida demostró que se puede hacer sin problemas en una sola noche.
Pero el fraude, si lo ha habido, no explica el pinchazo de la esperada «ola republicana», no del todo. Algo más, en cambio, unas normas electorales absolutamente demenciales -algunas de ellas recientes, inducidas por la pandemia, que tantos beneficios ha hecho llover sobre los gobernantes- dan una ventaja extraordinaria a los demócratas al permitir cosas como la «cosecha» de votos.
El sistema de «cosecha» de votos consiste en recoger votos de personas indiferentes que no están dispuestas por sí solas a ir a las urnas, y presentar las papeletas, en bloque, en los colegios electorales. Si está pensando que es un sistema que parece diseñado para favorecer el fraude electoral, no se equivoca demasiado. Pero, sobre todo, da una ventaja a los demócratas que disponen de una red eficacísima y entregada para dedicarse a estos menesteres.
También se ha fomentado el voto previo por correo, que se produce mucho antes de que termine la campaña, con lo que los discursos de los candidatos o los debates no lo afectan. Con la histeria pandémica, el voto previo por correo ha alcanzado volúmenes difíciles de creer.
Otro factor clave, que los republicanos han descuidado, es la calidad del candidato. En estas elecciones no se trata solo de las siglas: el candidato importa, mucho más que en países como España, donde se suele desconocer hasta el nombre de las personas a las que se está mandando a las Cortes. Y los republicanos no se han esforzado en este sentido, por decirlo suave. Si, por ejemplo, en Pensilvania los demócratas han elegido a un tipo que ni entiende ni habla coherentemente, John Fetterman, eso probablemente tenga algo que ver con su rival republicano, el Dr. Oz, un marrullero desconectado de su electorado que ni siquiera vive en el estado que quiere representar. Pero, ay, Trump lo respaldó.
Si a esto sumamos lo de antes, que hay un montón de votos ya decididos antes de ver en acción a los candidatos, ya se supondrá que los republicanos tenían que dar una buena impresión decisiva desde el primer momento, especialmente allí donde se enfrentan a un titular que el pueblo ya conoce. De hecho, la «ola republicana» solo se dio en Florida, donde el gobernador podía poner sobre la mesa méritos reales y era sobradamente conocido, logrando convertir Florida en un estado decididamente conservador.
Luego está la espinosa cuestión de los fondos. El dinero importa, y los candidatos demócratas podían disponer de un tesoro inagotable de los donantes. La desproporción era llamativa. Las grandes tecnológicas, las multinacionales, las universidades, los sindicatos, los grandes medios de comunicación: todos prefieren a los demócratas. Nadie con bolsillos profundos quiere que le dejen sin la mano de obra barata y sindicalmente ignorante que llega a raudales por la frontera sur.
Otro factor importante es que de los estados desastrosos, la gente vota con los pies antes que con las manos. Es decir, se va. Es lo que sucede en estados ultrademócratas como Nueva York o California. Los conservadores abandonan esos estados en bandadas, reduciendo así la proporción de votantes republicanos en esos estados en una espiral diabólica que garantiza el voto demócrata para toda la eternidad.
Eso podía solucionarse si el Partido Republicano fuera capaz de transmitir un mensaje claro y firme a los votantes de esas áreas distópicas. Pero la triste realidad es que los republicanos no tienen ese mensaje. De hecho, no tienen mensaje alguno, no unitario, al menos. Los demócratas tienen un relato claro, repetido incesantemente: los republicanos son el fascismo y el fin de la democracia. No importa que sea absurdo: es claro y todos se mantienen en él y lo repiten hasta el agotamiento. ¿Cuál es el de los republicanos? No, no el de este o aquel político republicano, sino el del partido.