¿Dónde están esos titulares de primera con un cuerpo de letra gigantesco, de esos que anunciaban el principio de una guerra mundial, cuando se les necesita? Hoy serían más necesarios que nunca, cuando una Administración de Estados Unidos, encabezada por un presunto corrupto que se dejó sobornar por intereses extranjeros enjuicia a su potencial rival en unas elecciones presidenciales. Ni lo uno ni lo otro tienen precedentes conocidos, mucho menos las dos cosas juntas. Y, sin embargo, ¿lo ha visto usted abriendo El País, Le Monde, La Repubblica o el New York Times?
El otro día Biden celebró el Orgullo haciendo que dos banderas de Estados Unidos flanquearan la verdadera enseña del régimen, la del arcoíris, y calificó a los LGTBI como «las personas más valientes que he conocido». Mientras, una de esas personas, un trans, exponía en el jardín de la Casa Blanca su operado pecho desnudo en lo que para muchos supone una profanación de las instituciones. Quizá eso debería dar una pista de por dónde van los tiros.
Y, hablando de tiros, de guerras interminables y sin sentido, ahí es donde habría que buscar la razón última de la determinación de Washington para acabar definitivamente y como sea con Donald Trump, en opinión del mejor periodista televisivo de Norteamerica, el defenestrado Tucker Carlson. Como cuenta Tucker en su tercer episodio en Twitter (el anterior ha superado los cien millones de visualizaciones), Trump firmó su sentencia de muerte política cuando, en un debate en las primarias republicanas, antes de su mandato, llamó «mentirosos» a todos los miembros de la Administración Bush y a los periodistas que afirmaron que el Irak de Sadam Husein tenía armas de destrucción masiva para forzar una guerra que calificó de absurda y dañina para los intereses de Estados Unidos.
Hay un único partido en política exterior, y es el de la guerra, y con cada guerra hay que presentar un frente unido sin fisuras. Trump se saltó esa regla y tiene que pagarlo. Por eso compensa montar un caso ridículo por el que al expresidente podrían caerle 400 años de prisión y que divide a los norteamericanos en una mayoría convencida de que se trata de una maniobra meramente política y una minoría que miente.
No importa, por ejemplo, que la Ley de Registros Presidenciales, la que se usará para empapelar a Trump, permita al presidente decidir qué registros devolver y qué registros conservar al final de su presidencia, como recuerda en el Wall Street Journal ni más ni menos que el abogado que perdió un caso contra Bill Clinton en una acusación similar (el caso del «cajón de los calcetines»), Miguel Bekesha. Él concluye: «El gobierno debería perder el caso contra Trump. Si los tribunales deciden lo contrario, quiero esas cintas de Clinton».
Tampoco importa que Karen E. Gilbert, una de las principales fiscales en el intento del fiscal especial Jack E. Smith de condenar al expresidente Donald Trump por negligencia en la gestión de documentos de la Casa Blanca, sea donante de las campañas de Barack Obama, Joe Biden y el Comité Nacional Demócrata, según la Comisión Electoral Federal (FEC). Los registros de la FEC sugieren que Gilbert, que figura como empleado del Departamento de Justicia con sede en Florida, donó $1.000 a Biden y $250 al Fondo de Acción de Biden en el ciclo 2019-20; $500 al Comité Nacional Demócrata en 2013; $800 a Obama durante el ciclo electoral 2011-12; y $1.250 a Obama en 2007-08.
Y mientras Trump enfrenta una acusación transparentemente política para que no se vuelva a presentar, el círculo se cierra en torno al presidente en ejercicio, Joe Biden, éste sí acusado de crímenes que rozan la alta traición y que resultan perfectamente creíbles, pese a los esfuerzos del FBI y otras agencias gubernamentales por ocultarlos.
Este martes hablábamos de un testimonio que le identificaba como el «Big Guy» que tenía que recibir su preceptiva comisión de las coimas en los correos de Hunter Biden. Y ahora tenemos cintas de audio.
Se necesitó la amenaza de desacato a los cargos presentados por el Congreso para que el director del FBI, Christopher Wray, permitiera a los miembros del Comité de Supervisión de la Cámara ver el documento FD-1023 de 30 de junio de 2020 no clasificado en el que un informante confidencial alega que el presidente Joe Biden aceptó un soborno de cinco millones de dólares de un ciudadano extranjero a cambio de decisiones políticas. Pero no sin antes censurar el 10% del texto.
Frustrado por el hecho de que se censure un documento no clasificado, el senador Chuck Grassley se dirigió a sus colegas del Senado para recordarles que había visto la versión sin editar. Grassley reveló que «el ciudadano extranjero que supuestamente sobornó a Joe y Hunter Biden tiene grabaciones de audio de sus conversaciones con ellos. Diecisiete grabaciones en total».
Según el documento, el extranjero posee quince grabaciones de audio de llamadas telefónicas entre él y Hunter Biden. Según el documento, el ciudadano extranjero posee dos grabaciones de audio de llamadas telefónicas entre él y el entonces vicepresidente Joe Biden. Estas grabaciones supuestamente se mantuvieron como una especie de póliza de seguro para el ciudadano extranjero en caso de que se encontrara en un aprieto. El documento también indica que el entonces vicepresidente Joe Biden pudo haber estado involucrado en Burisma empleando a Hunter Biden.
Si Grassley tiene razón, y es difícil imaginar que haga estas declaraciones en público sin estar completamente seguro, la noticia debería abrir todos los telediarios. Pregúntese por qué no es así.