Hadi Matar, el terrorista condenado por intentar asesinar a Rushdie, sostuvo ante el tribunal que lo sentenció que: «Salman Rushdie quiere faltarle el respeto a los demás… Quiere ser un acosador, quiere acosar a los demás. No estoy de acuerdo con eso». En efecto, Hadi considera que el escritor es un «matón», cuya opinión es tan violenta que justifica que se lo quiera silenciar e incluso matar para evitar que la exprese. Su idea respecto de la libertad de expresión es, alarmantemente, compartida por muchos en el Occidente libre que cree que se debe castigar a las personas por decir cosas que pueden ser controvertidas, ofensivas, blasfemas o falsas.
La pulsión por equiparar las palabras con la violencia física no es nueva. Se trata de una homologación arbitraria que permite poner el límite donde al ofendido le plazca. Paradójicamente, la idea de que las personas puedan decir lo que quieran, es la herramienta que permite que se resuelvan los entredichos sin recurrir a la violencia. Sostener que la expresión de una opinión equivale a la violencia física es una fórmula para la represión sin fin.
El debate abierto de todas las ideas es la forma de determinar cómo ordenamos la sociedad, qué es lo justo y lo bueno, y quién nos gobierna, por ejemplo. Tiene sentido que la libertad de expresión puede ser cruda, ofensiva y molesta, ya que es el sustituto de la violencia real a la hora de ponernos de acuerdo sobre las cosas más importantes. Nuestra civilización, la única en donde esta cuestión tiene lugar y sentido, es la cuna de la libertad de expresión, con pensadores tan valientes, escandalosos y adelantados, que se atrevieron a desafiar a monarcas, instituciones religiosas y la censura de las tiranías. Sin embargo, es en la cuna de nuestra civilización donde crecen a pasos agigantados las medidas represivas contra la libertad de expresión. En Europa, cuna de las democracias liberales, se están intensificando con el pretexto de combatir el odio y la desinformación.
Aunque las constituciones europeas garantizan la libertad de expresión, las restricciones avanzan atacando los discursos que hieren los sentimientos de personas o directamente de los gobiernos. Estas normas son un cajón de sastre en el que caben todas las pulsiones censoras, sobre todo contra quienes discrepan con la visión del mundo de los poderosos.
Luego de la matanza de Southport, el 29 de julio de 2024 cuando murieron apuñaladas tres niñas y otras ocho fueron heridas, se produjeron grandes manifestaciones contra la inmigración descontrolada. Bajo la conmoción por la acumulación de eventos similares, en un estado de ira y temor, Lucy Connolly escribió «¡Deportación masiva ya! ¡Que se quemen todos los malditos hoteles llenos de esos cabrones! Y, ya que están, llévense al gobierno y a los políticos traidores. Me siento fatal pensando en lo que estas familias tendrán que soportar. Si eso me convierte en racista, que así sea«. Por ese posteo la condenaron a 31 meses de prisión por «incitar al odio racial». La idea de que un principio superior como la libertad de expresión quede relegado por el disgusto por lo que dijo marca el signo de los tiempos.
Gracias a la expansión de leyes contra el discurso de odio y la desinformación, en Gran Bretaña se puede arrestar a los ciudadanos por criticar al colegio de los hijos o por decir que un hombre es un hombre. Actualmente la policía detiene a más de 1000 personas al mes por publicaciones en internet amparándose en aberraciones como la Ley de Comunicaciones Maliciosas del año 1988 y la Ley de Comunicaciones del año 2003. La ambigüedad y discrecionalidad de este tipo de normas otorga un poder excesivo a los ofendidos, a la policía y a los tribunales. Según diversas mediciones, al menos el 40% de los británicos creen que no son libres de expresar sus opiniones.
Pero no se trata de un fenómeno aislado, en 2019, la diputada finlandesa Paivi Rasanen fue denunciada y llevada a juicio cuando cuestionó a los líderes de la Iglesia Luterana Finlandesa por patrocinar el evento LGBT posteando la Carta a los Romanos 1,24-27: «Por eso Dios dejó que fueran dominados por sus malos deseos, que degradaban sus propios cuerpos. Como cambiaron la verdad de Dios por la mentira, veneraron y adoraron la criatura en vez del Creador —bendito por siempre, amén— […] Lo mismo los hombres: dejando la relación natural con la mujer«. En Dinamarca se aprobó una ley que penaliza la profanación de textos sagrados. En Suecia fue más perseguido el refugiado iraquí Salwan Momika, acusado de «agitación contra un grupo étnico» por quemar el Corán, que aquellos que amenazaban su vida. Momika no mató a nadie, pero fue asesinado a tiros durante una transmisión en vivo de TikTok el 29 de enero de 2025 a causa de sus opiniones.
En Alemania se impuso una ley contra el insulto a los políticos. El exvicecanciller Robert Habeck ha presentado cientos de denuncias penales contra ciudadanos, por ejemplo por llamarlo ‘idiota’. El artículo 188 del Código Penal alemán, que fue modificado por la Ley para Combatir el Extremismo de Derecha y los Delitos de Odio de 2021 dice: «Si se comete un insulto público contra una persona de la vida política del pueblo, en una reunión o difundiendo contenido, por razones relacionadas con la posición de la persona ofendida en la vida pública, y si el acto es probable que impida significativamente su actividad pública, el castigo será una pena de prisión por un período que no exceda tres años o una multa«. El lector haría bien en repasar las veces que insultó o satirizó a un político, y luego pensar qué sería de él bajo el arbitrio de estas leyes.
El ex candidato presidencial Éric Zemmour ha sido condenado en varias ocasiones por criticar el Islam y la inmigración musulmana. El novelista Renaud Camus fue condenado por decir que Francia estaba siendo «invadida» por inmigrantes musulmanes. La semana pasada el gobierno publicó un informe oficial reconociendo este fenómeno.
Un estudio publicado por MCC Bruselas, titulado Fabricando desinformación: la guerra de propaganda financiada por la UE contra la libertad de expresión, reveló cómo la Comisión Europea hace lobby y utiliza fondos públicos para controlar la expresión en Europa con el pretexto de combatir el discurso de odio y la desinformación. El doctor Norman Lewis, mostró cómo: «La UE libra una guerra silenciosa para regular el lenguaje, buscando un consenso vertical, autoritario y controlado, donde la expresión sólo es libre cuando se expresa en el lenguaje de conformidad establecido por la Comisión«. A su vez, la Ley de Servicios Digitales (DSA), impone una regulación brutal sobre el contenido en redes: «Lo que se presenta como una lucha contra el discurso de odio y la desinformación es, en realidad, un ataque sistemático a la libertad de expresión en Europa, diseñado para construir una infraestructura ideológica que controle las narrativas políticas y moldee la opinión pública«.
La desinformación, ese nuevo tótem, es el nombre que se da a las falsedades que se difunden intencionalmente. Pero ocurre que las intenciones son difíciles de definir y juzgar. En cambio, los intentos de los gobiernos de señalar lo que consideran fake o desinformación son a todas luces un atentado contra la libertad de expresión, toda vez que se delega a un burócrata o a un político la potestad de decidir qué discurso es o no apto para la ciudadanía.
Por cierto, dar por aceptadas opiniones o noticias marcadas como desinformación encierra un peligro letal; basta con observar narrativas que fueron hegemónicas, impuestas globalmente y que se consideraron «producto de consensos» en un determinado momento y que luego se demostraron falsas. Como grandes sabios y filósofos nos han enseñado, la verdad suele ser difícil de conocer, y es fácil equivocarse. Pero no es mediante la censura que se enfrenta el desafío de combatir falsedad, más bien todo lo contrario.
Pero lo más grave del momento que estamos viviendo, es que absolutamente toda la normativa vigente y todos los proyectos de ley destinados a combatir el odio y la desinformación, posicionan a los gobiernos como el árbitro de la verdad. O sea, le estamos dando a la clase social más despreciada del planeta, gente a la que no entregaríamos las llaves del auto, la llave para decidir lo más sagrado: qué cosa es lo real.
Cualquiera que haya estado familiarizado con la literatura distópica sabe que esta es una idea, para decir lo menos, estúpida. Y suicida.
Darle a los gobiernos herramientas para censurar, es darle a los poderosos más poder. Un buen ejercicio, antes de aprobar una ley que impone el control social, es considerar cómo el político que más aborrecemos usaría esa ley. ¿A quién deberíamos confiar el poder de decidir qué discurso es dañino? ¿Acaso alguien confía en que los políticos y burócratas usarán siempre estas herramientas con sabiduría y desinteresadamente?
Las leyes que abogan por que los gobiernos repriman la desinformación, están pidiendo esclavitud, sin más. No son los poderosos quienes necesitan la libertad de expresión sino las opiniones minoritarias.
El argumento que subyace es que si se permite que la gente diga cosas odiosas, esto contagiará aún más odio. Pero desde la implementación generalizada de leyes contra el discurso de odio en Europa, la intolerancia ha aumentado. Resulta evidente que la censura no cambia la opinión de las personas, pero en cambio incrementa las cámaras de eco y los argumentos circulares cuando se obliga a las personas a hablar solo con quienes comparten su sesgo. No es casualidad que en este contexto la polarización política crezca en todas las democracias liberales.
El tridente de Mill sostiene que, para cualquier opinión hay tres opciones: Estar equivocado, en cuyo caso la libertad de expresión es esencial para permitir que uno se corrija. Tener parte de razón, en cuyo caso los puntos de vista contrarios ayudan a obtener una comprensión más precisa de cuál es realmente la verdad. Y finalmente, tener toda la razón, en cuyo caso, el debate ayuda a defender los puntos de vista, sacando al otro del prejuicio o la mentira. La libertad de expresión consiste en que se aireen los argumentos para que podamos desafiarlos. Esta es la única manera en que podemos luchar por lo que es correcto y verdadero.
En sociedades con fuertes protecciones a la libertad de expresión, no se debería poder usar el sistema legal para atacar a los débiles por su derecho a opinar. La desinformación y la información errónea son el mísero precio que pagamos por la capacidad de discutir libremente y evitar la tiranía del pensamiento único. Las malas ideas deben ser derrotadas por el debate, no por la censura. El único modelo que no exige nada a sus ciudadanos en términos de debate, pensamiento crítico, aprendizaje, autonomía en la opinión es el autoritario.