Dinamarca acaba de batir una extravagante primicia: ser el primer país del mundo en imponer un gravamen a los eructos bovinos.
Tras agrios debates, informa el New York Times, el gobierno danés ha seguido adelante con su plan de imponer a los granjeros 300 coronas (unos 40 euros) por tonelada de emisiones de dióxido de carbono, cifra que aumentará a 106 dólares por tonelada en 2035.
No hay ni que decir que, como medida para luchar contra el problema inventado del cambio climático es ridículamente ineficaz, pero no es ese el verdadero objetivo. El auténtico fin es ahogar al sector primario o, por lo menos, controlar estrictamente su producción.
Se acusa a las vacas de emitir 5,6 toneladas métricas de emisiones anuales del «equivalente del CO2». Por supuesto, esa es la cruz, pero se pasa por alto la cara, es decir, el hecho probado de que el ganado de pastoreo tiene un impacto compensatorio (y muy probablemente positivo neto) en las emisiones generales de carbono.
Pero no es más que una excusa poco creíble. Es esencialmente una cuestión de control y de quién llega a ocupar los puestos de mando de una economía gestionada centralmente. «Un impuesto a la contaminación tiene como objetivo cambiar el comportamiento», dice Jeppe Bruss, el ministro danés de «transición verde», en un arranque de sinceridad.
Por eso no se grava directamente el consumo de vacuno y lácteos, lo que atraería inmediatamente la ira del contribuyente carnívoro sobre el político responsable. Políticamente, es mucho más fácil perseguir a los agricultores, sabiendo perfectamente que cualquier carga de costos sobre la producción agrícola se trasladará de todos modos a los consumidores; sólo que entonces la culpa será de los agricultores, no del gobierno.