Cuando los historiadores del futuro busquen las raíces de la crisis político-institucional global del primer cuarto de este siglo, encontrarán en el año 2016 un punto de inflexión. En aquel año, tres episodios excepcionales expusieron un mismo trasfondo: una desconfianza popular hacia los mecanismos de poder político y una ciudadanía que comenzaba a desafiar abiertamente las decisiones del establishment, sin saber los duros costos que debería pagar por ese desafío.
En el Reino Unido, el referéndum del 23 de junio arrojó un resultado inesperado: los británicos optaron por abandonar la Unión Europea, a pesar de las amenazas de la casta política, económica y mediática, que había hecho campaña frenética por la permanencia. En Estados Unidos, el 8 de noviembre, Donald Trump le ganaba las elecciones presidenciales a Hillary Clinton, la candidata indiscutida del consenso de las élites del «pantano», Silicon Valley y la prensa masiva, que habían pronosticado su derrota entre burlas y desaires.
El tercer acontecimiento ocurrió en Colombia, cuando el 26 de septiembre el presidente Juan Manuel Santos firmaba un indigno acuerdo «de paz» con las FARC en Cartagena, en una ceremonia que aplaudieron como focas casi 3.000 invitados, y dónde quienes se decían democráticos se fusionaron pornográficamente con dictadores y terroristas. Esto incluyó a 15 presidentes de países como Argentina, Bolivia, Chile, Costa Rica, Cuba, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana y Venezuela. Decenas de ministros de asuntos exteriores y directores de organismos multilaterales, como Ban Ki-moon (ONU), Luis Almagro (OEA), Jim Yong Kim (Banco Mundial), Christine Lagarde (FMI), Luis Alberto Moreno (BID), Alicia Bárcenas (Cepal) y Enrique García (CAF). Fueron también del aquelarre altos miembros de las organizaciones guerrilleras asesinas provenientes de la Décima Conferencia Guerrillera y garantes/facilitadores del acuerdo de Cuba y Noruega.
Este catastrófico pacto se hizo tan a espaldas a la voluntad popular que, el 2 de octubre, los colombianos lo rechazaron en un plebiscito, evidenciando la ignominia del gobierno y de la comunidad política internacional. Pero, lejos de acatar el resultado, Santos impulsó una versión maniquea del pacto y lo hizo refrendar por el Congreso sin pasar luego por las urnas.
Estos tres episodios pusieron de manifiesto una misma tensión: el desajuste entre la agenda social, económica y política de la ciudadanía y la de las élites que, frente a ese mensaje, buscaron formas de neutralizarlo o traicionarlo. El contundente éxito obtenido el pasado 1 de mayo por Nigel Farage y su Reform UK, en las elecciones locales inglesas, así como el regreso de Trump a la Casa Blanca y el apoyo creciente de los votantes del mundo a opciones críticas al sistema político tradicional, demuestra que el espíritu de la revuelta de 2016 sigue vigente.
Curiosamente, casi una década ha logrado sobrevivir un establishment acabado, pervertido, despreciado y deslegitimado. Una casta que se sostiene sólo por el control férreo y esclavizante que tiene sobre las instituciones (otrora) republicanas. Muchas alternativas han surgido para reemplazar al viejo y rancio orden, pero este sigue resistiendo. Como en cualquier revolución, en estos años se han producido muchas bajas; inevitablemente habrá más. Se exigen altos estándares a las opciones alternativas, y quienes no los cumplan caen rápidamente. Aunque parece un poco severo, es buena señal.
La persistencia de estas revoluciones plebeyas contra el establishment en todo el globo, a pesar del poder desplegado para reprimirlas, muestra que no se trata de un ciclo electoral, sino de un cambio tectónico que ha madurado durante décadas. Los viejos partidos, esos dinosaurios del siglo XX, dejaron de representar ideas o personas y se convirtieron en bolsas de gatos cuyo único fin es aferrarse al poder. Su férreo control de las instituciones se sustenta en la cooptación o abolición de las alternativas y en un electorado exhausto, incapaz ya de escandalizarse por las alianzas contranatura y la versión cada vez más tránsfuga y servil de quienes ingresan a las carreras electorales.
Sin embargo, la caída del apoyo tanto al Partido Laborista como al Conservador demostró que la política británica no es distinta a la europea en lo que se refiere a la decadencia de los partidos «tradicionales», que han sufrido caídas dramáticas o han desaparecido desde que la insurrección plebeya comenzó a transformar la política europea.
En Alemania, el monopólico contubernio socialdemócrata se aferra a la fuerza al poder, corrompiendo todos los principios republicanos posibles para censurar a AfD. En Rumanía directamente se anulan elecciones si al establishment no le gusta el resultado. La cúpula de la UE abiertamente ha amenazado al electorado de Meloni u Orbán. Los ejemplos se siguen sumando, año tras año, elección tras elección.
En Gran Bretaña, gracias al sistema electoral diseñado para resguardar al bipartidismo, creían estar a salvo de la resistencia plebeya, pero el resultado del referéndum del Brexit de 2016, seguido de la victoria del Partido del Brexit en las elecciones europeas de 2019 y la aparición de Reform UK en las elecciones generales del año pasado, demostró que, a pesar de los cortafuegos implementados por «la casta», el desprecio por esta sigue vigente. El cártel que ha dominado la política británica durante 100 años se hunde. Sus bases electorales se han alejado tanto que ni siquiera el sistema de votación diseñado para relegar a las nuevas formaciones los está salvando.
El apoyo a Reform UK crece en todas las regiones, entre antiguos votantes de todos los partidos y especialmente entre las clases trabajadoras indignadas por la traición reiterada a sus intereses y por el desastre de la inmigración descontrolada. La reacción horrorizada del sistema tradicional al avance de Reform UK demuestra que están desnudos y que el espíritu del Brexit sigue transformando la política. El auge generalizado y permanentemente silenciado del euroescepticismo habla de un deseo profundo entre las personas por recuperar el poder de su voto, no sólo frente a la totalitaria Bruselas, sino frente a una clase política indolente. Las personas están hartas de cómo funciona la política y buscan algo diferente que apoyar; pueden provenir de cualquier lugar del espectro ideológico, han llegado al hartazgo por agotamiento.
Para el Partido Conservador, estas elecciones han sido una catástrofe sin paliativos. Jugaron al voto del miedo, un clásico de estas formaciones que resulta cada vez menos eficiente, y se la pasaron amenazando con que eran ellos o el apocalipsis. Con esa boba estrategia, el partido perdió de forma colosal. Pero Reform UK está comiendo votos tanto a derecha como a izquierda.
Claro que, si para los laboristas Farage es una amenaza política, para los conservadores implica un riesgo existencial. Por eso la política tradicional británica ya empezó a hablar de «cordones sanitarios» y de «voto táctico», a la usanza del viejo continente. Pero parece que los votantes tienen una opinión bastante diferente acerca de qué cosas constituyen una amenaza para la democracia.
La inmigración es el elefante en la sala de toda la política europea, y los partidos conservadores llevan años tratando de tapar el tema, escorándose a uno u otro lado para hacer equilibrio entre la voluntad popular y los designios de la Unión Europea. En su campaña, Reform UK optó por mostrar un arco más amplio de cuestiones que pretende cambiar, pero todo arraigado en lo que la inmigración ha hecho con el país: que toda Gran Bretaña esté destrozada.
Desestimar las preocupaciones de quienes votaron por el partido de Nigel Farage ha sido una constante, porque el actual descontrol inmigratorio tiene fundamentos legales profundamente arraigados que la política tradicional es incapaz de cuestionar. La Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, pensada para responder a las crisis de desplazamiento tras la Segunda Guerra Mundial en Europa, fue universalizada por el Protocolo de 1967, que eliminó sus límites geográficos y temporales. Aunque las cifras de refugiados varían según las fuentes, el volumen de inmigrantes es inmanejable y ha colapsado los sistemas políticos y logísticos europeos. Aun así, cuestionar la validez o vigencia de esta convención es un tabú.
La situación se agrava en países como el Reino Unido, donde la incorporación del Convenio Europeo de Derechos Humanos mediante la Ley de Derechos Humanos de 1998 ha convertido el derecho al asilo en un terreno minado. El artículo 8 del Convenio, que habla del «derecho a la vida privada y familiar», ha sido manipulado para incluir relaciones no familiares, integridad física, identidad sexual y expresión de género. Hoy, cerca del 70 % de las apelaciones de asilo se basan en este artículo, lo que da una idea de su uso ideológico-político. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos, un organismo sin control democrático directo, puede intervenir en las eventuales políticas de deportación y, aunque formalmente el Parlamento británico conserva la soberanía legislativa, en la práctica su influencia es gravitante, así como la sensación de pérdida del derecho soberano.
Estamos ante un sistema jurídico global que, en nombre de los derechos humanos, ha socavado las soberanías nacionales al erosionar el principio básico de control democrático. La acusación de xenofobia, muletilla con la que el establishment perseguía a quienes denunciaban el descontrol inmigratorio, ya ha perdido eficacia.
La victoria de Farage confirma que la cosmovisión y narrativa del viejo orden han llegado a su fin y no hay vuelta atrás. Los votantes se liberaron de esa opresión hace casi una década, y por eso han sido castigados dolorosamente con políticas cada vez más arbitrarias e invasivas. Pero la rebelión plebeya sigue su curso, y la oportunidad de terminar con las viejas formaciones está más disponible que nunca. Sin embargo, llegar al poder es otra cuestión.
Como demostraron Trump, el Brexit y las infinitas traiciones que la política tradicional ha infringido a los votantes, tal como ocurrió en Cartagena en 2016, todo es volátil y puede fracasar tan rápido como antes triunfó. Hay lecciones que aprender del actual éxito de Farage y de sus anteriores caídas. Construir algo nuevo requiere mucho más que la simple denuncia al orden vigente. Mientras tanto, no deja de ser edificante ver cómo se derrumba la vieja política, que tanto nos dañó durante tanto tiempo y que no renacerá.