«El destino moral del Estado del Bienestar es la muerte. No es que nos conduzca a él, aunque sin duda nos ayudará a adelantar su llegada, sino que la muerte se convierte en un acto virtuoso y solidario«
José Carlos Rodríguez
Tras un breve debate, los diputados de Gran Bretaña votaron por 330 a 275 a favor del proyecto de ley Terminally Ill Adults (End of Life) Bill que legalizará la muerte asistida en Inglaterra y Gales para adultos con enfermedades terminales. Para que se convierta en ley faltan algunas instancias, pero el escollo más importante ha sido superado y el país alumbra un nuevo enfoque de su sistema sanitario, en el que los mayores de edad con enfermedades terminales que esperan la muerte en un plazo de seis meses podrán solicitar al Estado que los ayude a acelerar el trámite. El proyecto fue presentado por la diputada laborista Kim Leadbeater y su objetivo es modificar la Ley de suicidio de 1961, que prohíbe la asistencia al suicidio y tiene una pena de 14 años de prisión. En adelante, una persona podrá autoadministrarse un fármaco letal facilitado por un médico. Para garantizar que la decisión sea voluntaria el proyecto contempla dos períodos de reflexión: siete días después de la aprobación inicial del médico y catorce días después de la aprobación del Tribunal Superior.
Como siempre que los políticos legislan intervenir en la vida de las personas, lo importante es encontrar una bonita forma de disfrazarlo, casi siempre envuelta en la palabra todoterreno por excelencia: «derecho». Acá se vende como el «derecho a morir», eufemismo retorcido si los hay, ya que se trataría de un derecho que la inmensa mayoría de las personas no está interesada en reclamar, y del que por cierto nadie ha sido privado.
Cuestión que este «derecho a morir» será administrado por el Estado, al que se le otorgará el dominio sobre la muerte de las personas más vulnerables de la sociedad, atribuyéndole el poder de decretar qué tipo de vida vale la pena vivir y qué vida es tan deplorable que lo más recomendable es «facilitar» su final. El intenso pero escueto debate se ha centrado en conceptos como la libertad y la autonomía. Paradójicamente, con esta ley se está pidiendo al Estado financiamiento, asistencia, logística y permiso para matarse, cosa que le quita autonomía y libertad al suicidio común y corriente, el de toda la vida, que no requería de los oficios de un grupo de burócratas.
La inmensa mayoría de asociaciones y grupos de defensa de personas discapacitadas y médicos especialistas en cuidados paliativos han expresado su enorme preocupación de que la ley presione a personas vulnerables para que pongan fin a sus vidas y se comience a correr la Ventana de Overton hacia futuras leyes que legalicen la eutanasia para discapacitados, pobres y deprimidos. Durante una entrevista, la especialista en cuidados paliativos Katharine Sleeman dijo: «Me preocupa que exista una posibilidad real de que, si se implementa la muerte asistida, las personas se vean empujadas a hacerlo simplemente porque no pueden obtener la atención médica que necesitan. Hicimos una encuesta que se publicó la semana pasada y descubrimos que el 61 por ciento de la población dijo que le preocupaba que las personas pudieran sentirse presionadas a someterse a una muerte asistida. A mí también me preocupa eso. Creo que es, en el mejor de los casos, ingenuo decir que la decisión de someterse a una muerte asistida nunca se vería influida por una presión externa. Y creo que debemos pensar en cuál podría ser esa presión externa. Sí, podría ser otra persona, pero esa presión externa también podría ser el sistema».
Esta preocupación no sólo es filosófica sino basada en los casos reales que vienen ocurriendo en otros países en los que el recorrido ha sido idéntico. Bajo el régimen de Canadá, se permite matar personas por razones sociales, gente pobre, sin casa, desempleados. En menos de una década una ley como la recién votada en UK se transformó en una alternativa de «política social». Se hizo famoso el caso de Amir Farsoud después de que el Estado le ofrecieran la eutanasia «porque no tenía hogar» (afortunadamente fue salvado por una recaudación de fondos). También fue tristemente célebre la historia de la atleta paralímpica Christine Gauthier, quien solicitó una silla para subir las escaleras al Departamento de Asuntos de Veteranos de Canadá, y a cambio le ofrecieron la eutanasia. Son famosos también los casos de Shanti de Corte y de Zoraya ter Beek, dos jóvenes sin enfermedades terminales, asesinadas por el Estado a causa de depresiones y traumas profundos. En Bélgica y en Países Bajos, el suicidio ya es un servicio estatal para solucionar enfermedades y crisis mentales, ni siquiera se va a respetar la línea roja de eutanasiar niños. En Oregón se han autorizado muertes asistidas en casos de anorexia, artritis y complicaciones por caídas.
El mensaje que se envía es que, institucionalmente, se acepta que algunas vidas son una carga, ya sea para sí, para terceros o para la sociedad, y que, en consecuencia, lo más empático y compasivo es el asesinato. El médico especialista en cuidados paliativos Matthew Doré, miembro de la Asociación de Medicina Paliativa de Gran Bretaña e Irlanda, también se lamentó de la decisión del Parlamento y explicó que es común que las personas enfermas sientan en algún momento que ya no quieren vivir, pero una vez que reciben el apoyo ese sentimiento se desvanece. Frente a los diagnósticos terribles, es normal que las personas se sientan completamente desamparadas, la cuestión es si es el rol del Estado afirmar esa sensación y en consecuencia desconocer el deber primordial de una organización comunitaria que es brindar seguridad a sus miembros. De otro modo, ¿qué sentido tendría un Estado?
Ahora, luego de la votación, muchas dudas flotan en el aire. Por ejemplo, cómo harán los médicos del ineficiente, decadente y ultrasaturado sistema de salud británico para saber si un paciente realmente quiere morir o si está siendo presionado (las posibilidades son infinitas, puede sentirse culpable de ser una carga o puede haber algún familiar ansioso por la herencia). Otra pregunta: con un sistema quebrado, el ayudar a los ciudadanos a morir ¿no generará un conflicto de intereses? Más dudas: ¿cuántas personas conocemos que han tenido diagnósticos de seis meses o menos y han sobrevivido largamente a ese pronóstico? ¿Cuántas han encontrado una cura alternativa o novedosa a pesar del demoledor pronóstico? Ignorar estas variantes ¿no es una excusa para ayudarlos a darse por vencidos? Para seguir agregando preocupantes interrogantes, es importante destacar que el proyecto prohíbe a las familias oponerse o presentar demandas a posteriori si los médicos resultan ser clínicamente negligentes.
El marketing del suicidio, que acompañó la decisión de los parlamentarios, estuvo a cargo de la organización Dignity in Dying que hizo una profusa campaña publicitaria a favor del suicidio asistido en el transporte público de Londres. Los anuncios presentan imágenes de pacientes terminales risueños y solicitando que las autoridades los ayuden a morir. Entre ellos una mujer con cáncer danzando en su cocina con el mensaje: «Mi último deseo es que mi familia no me vea sufrir. Y que yo no tenga que hacerlo». Otro de los anuncios muestra a una mujer rockera con el mensaje: «Mi deseo de muerte es poder tocar con los músicos que me gustan». Otro anuncio muestra a un joven diciendo: «Mi deseo es saber que tengo elección. Mi padre no la tuvo».
Aparentemente, a nadie le pareció rara la idea de utilizar el metro para promocionar el suicidio. Según datos de Transport for London (TfL), la entidad responsable del transporte en la ciudad, se registran decenas de suicidios al año en las vías del metro de la capital británica. Pero, según la misma institución, los anuncios que promueven la legalización de la muerte asistida no infringieron las normas de TfL. Curioso, dado que se trata de normas que desde 2019 prohíben, por ejemplo, la publicidad de comida rápida. Extraña sociedad en la que la idea de que animar a alguien a comer una hamburguesa es penada, pero la de promover el suicidio en las vías del tren está bien. Esto es el paternalismo estatal, ni más ni menos, la capacidad de regular, al mismo tiempo, la prohibición de la sal en la mesa del bar y el aborto de bebés con nueve meses de gestación bajo el mismo paraguas filosófico. ¡Compasión, qué horrores se cometen en tu nombre!
El argumento más utilizado en estos días y a favor del suicidio estatalizado, es que evita una muerte dolorosa. Pero esto es lo que se supone que deben lograr los cuidados paliativos: aliviar el dolor y los síntomas de los pacientes. Además, el cóctel mágico hacia el más allá no siempre es indoloro ni brinda una muerte más pacífica. Muchos estudios muestran que los fármacos letales incluyen ardor, náuseas, vómitos y regurgitación, deshidratación grave, convulsiones y recuperación de la conciencia. Sólo en Oregon, la tasa anual de complicaciones es del 15%, y según un estudio, los pacientes a menudo ingieren los fármacos letales sin que un profesional de la salud esté presente para registrar las complicaciones. Si consideramos que el proyecto implica que los condenados se administren solitos las pastillas…¿cuál será el protocolo del Estado en estos casos? ¿Mandar un equipo de emergencias a rescatar al paciente o un equipo de sicarios a terminar el trabajo?
Cuando se piensa en una nueva ley o política pública, es importante seguir la ruta del dinero, tanto del que va a entrar a financiar a algún programa o sector que resultará beneficiado, como del que va a salir para pagar el «servicio». El servicio de suicidio estatal ahorra dinero, pero tal vez no sea el principal incentivo. Poco tiempo después de que Canadá implementara el suicidio asistido, un informe evaluó el ahorro al país representaba unas decenas de millones de dólares anuales. El programa canadiense de Asistencia Médica para Morir (MAID) no ha dejado de expandirse desde su creación para incluir a las personas con discapacidades y enfermedades crónicas. El número de suicidios asistidos en 2019, representó 5.665 muertes; en 2022, esa cifra casi se triplicó y actualmente el servicio de suicidio estatal canadiense es la quinta causa de muerte en Canadá, y creciendo.
Pero si bien es cierto que no hay que desestimar las cuestiones crematísticas nunca jamás y menos si de por medio hay políticos, si se realiza una comparación entre lo que se ahorra con un sistema de salud destinado a cuidar la vida de las personas y se lo mide con uno destinado a matarlas, el ahorro no parece tan significativo. Wes Streeting, secretario de Salud del Reino Unido, consideró que la muerte asistida «desviará recursos del NHS (el servicio estatal de salud de UK) que podrían utilizarse en otras operaciones o servicios, advirtió el secretario de Salud». Los cuidados paliativos, por ejemplo, reciben actualmente menos del 37% de la financiación del estado, en cambio el suicidio asistido estaría financiado en su totalidad por el estado, según explica la diputada laborista Diane Abbott.
Siempre son en extremo penosas las circunstancias relativas a la decisión de terminar con la propia vida, no es el objeto de estas líneas abordar esas circunstancias sino el rol del Estado en las mismas. Cuando se le otorga un nuevo poder al Estado, es importante considerar que ese poder va a ser usado por los burócratas que tanto despreciamos en la vida cotidiana. Pronto quienes tengan menos acceso a tratamientos contra el dolor, contra enfermedades crónicas agotadoras, quienes tengan poca contención emocional, depresiones severas, quienes atraviesen tragedias o adicciones serán elegibles para este macabro servicio. La legalización del suicidio como servicio estatal cambia irrevocablemente el paradigma de la relación entre el Estado y el individuo. Por más que se invoquen consignas buenistas (¿no hemos aprendido nada?), el paso hacia considerar como solución a los problemas sociales a la muerte, implica que la moral sobre la que residía nuestra cultura se está desmoronando.
La pulsión mundial destinada a que los Estados pasen, de brindar servicios de prevención al suicidio a servicios para promoverlo, rediseña nuestra base moral y social, porque durante mucho tiempo hemos creído en el principio de que el Estado es un artefacto de protección comunitaria y que no quita vidas inocentes. Pero, si en adelante el Estado y sus leyes, frente a alguien que se quiere tirar por el balcón, se dedica a alentarlo o a darle un empujoncito por su propio bien…en definitiva, si el Estado se transforma en un instrumento del darwinismo social, ¿para qué queremos Estado?