El año empezó agridulce para los grupos que se reparten el poder en Bruselas. En abril se celebraban dos comicios cruciales: las elecciones generales de Hungría y las presidenciales de Francia. En el primer caso, el primer ministro Viktor Orbán no sólo revalidó su ya amplia mayoría absoluta, sino que sumó dos nuevos escaños a un resultado que la agencia Reuters reconoció como una «victoria aplastante». «Ganamos una victoria tan grande que se puede ver desde la Luna, y ciertamente se puede ver desde Bruselas», dijo el húngaro en el discurso de celebración de su cuarta victoria consecutiva.
Tan sólo tres días después, el Parlamento Europeo lamentaba sin disimulo el gran triunfo conservador en el país celebrando un debate en Estrasburgo «contra el retroceso democrático» en Hungría y Polonia.
El mismo mes, en Francia, las cosas fueron algo mejor para el socioliberalismo imperante. Emmanuel Macron logró conservar la presidencia, pero con un resultado mucho más ajustado que en los anteriores comicios de 2017. Se dejó nada menos que ocho puntos y casi un millón y medio de votos con respecto a su primera victoria, mientras que su rival, Marine Le Pen, ganó siete puntos y casi tres millones de nuevos votantes.
Amarga victoria para el exbanquero de Rothschild tras un polémico mandato caracterizado por su mesianismo climático, sus enfrentamientos con el movimiento de los chalecos amarillos y sus sádicos ataques a los «no vacunados», colectivo al que ninguneó y marginó como sólo la dictadura china se había atrevido a hacer, hasta el punto de admitir en público que les quería «joder hasta el final». No hubo reprimenda por parte de la Unión Europea ante tales excesos, sólo el silencio que caracteriza a este ente cuando quien pisotea el Estado de Derecho es «uno di noi».
En todo caso, a nivel electoral, las cosas no han ido del todo bien para el establishment de Bruselas. La gran vaca sagrada de la socialdemocracia europea, Suecia, ha caído en favor del patriotismo y la protección de las fronteras. Allí, el partido de los Demócratas de Suecia quedó segundo a nivel nacional y primero entre las fuerzas del centroderecha y, aunque decidió por motivos estratégicos no incorporarse al gobierno encabezado por el Partido Moderado, ha logrado imponer su agenda y sus puntos de vista en asuntos medulares como la seguridad y la inmigración.
En Italia, más de lo mismo. La hasta hace muy pocos meses impensable victoria de Giorgia Meloni ha caído como un auténtico jarro de agua fría sobre la coalición de intereses que rige los destinos de la Unión Europea, que hasta el último momento estuvo enredando para que los italianos no votaran «en una dirección difícil», tal y como les advirtió obscenamente la mismísima Ursula Von der Leyen en plena jornada de reflexión. «Tenemos herramientas» para tal eventualidad, amenazó. Y se quedó tan ancha, como cuando borró esos misteriorosos whatsapps con el presidente de la farmacéutica Pfizer en plenas negociaciones para la compra de millones de dosis de su fórmula contra el COVID.
La corrupción en el seno de la UE
La corrupción ha sido la otra pata coja de la Unión Europea este 2022. O más bien, la traición a los intereses europeos y nacionales en beneficio de terceros países, que es de lo que verdaderamente va el llamado Qatargate, un escándalo de dimensiones aún difíciles de calcular y que ha puesto la guinda a un año lleno de sinsabores para la eurocracia. Por el momento, sabemos que un número aún sin determinar de eurodiputados, asistentes y funcionarios del Parlamento Europeo habrían estado manipulando el proceso legislativo en favor de países como Catar y Marruecos a cambio de dinero. Está implicada una vicepresidenta de la Eurocámara y algunos medios afirman que el caso podría afectar hasta a seis decenas de europarlamentarios, principalmente del grupo socialista.
Todo ello en medio de la invasión rusa a Ucrania, que se prolonga por casi un año y que está sirviendo a los mandamases de Bruselas para justificar –cuando no acelerar– su demencial Agenda 2030, según la cual para ese año no tendremos nada y seremos felices. Un conflicto cuya primera gran respuesta fue no dejar participar a Rusia en Eurovisión y que ha acabado con la Unión Europea anunciando sanciones y enviando armas a diario, mientras Estados Unidos hace su agosto con la venta de material bélico y, sobre todo, de gas licuado mucho más caro a Europa. Sólo Orbán pide diálogo con Moscú, tal vez por eso los debates del Parlamento Europeo sobre la calidad democrática y el Estado de Derecho en la Unión han dejado de incluir a Polonia hace algunos meses.
En términos generales, el año 2022 refuerza la sensación de que el establishment de la UE sigue desnortado. Existe la idea de la unidad, pero falta el sentido de la misión. Hay un proceso de integración, pero no una causa sólida para ella, más allá de los cuatro eslóganes contra el cambio climático, la desigualdad, el populismo y la «extrema derecha» que se repiten a todas horas. Y si ésa fuera la causa, tal vez dicho establishment tendría que dimitir mañana mismo por estar fracasando estrepitosamente en su misión de combatir esos supuestos males, a tenor de los mensajes cada vez más catastrofistas y pesimistas que nos lanzan desde todos los frentes sobre el avance «ultra» y la destrucción irreversible del planeta.
Sin olvidar el fracaso que ha supuesto la fraudulenta Conferencia sobre el Futuro de Europa, cuyas conclusiones estaban precocinadas desde antes incluso de que se anunciara. A saber: más ideología verde, más cesión de soberanía a Bruselas y reformar los tratados comunitarios por la puerta de atrás para acabar con la regla que exige unanimidad en el Consejo, concebida para proteger a los Estados pequeños del rodillo franco-alemán. De momento, las victorias conservadoras de 2022 a lo largo y ancho de Europa hacen inútil esa huida hacia adelante.