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CRISIS POLÍTICA EN PERÚ

Dina Boluarte busca evitar un desenlace similar al de Jeanine Áñez

La presidente de Perú, Dina Boluarte. Europa Press

Hace bien Dina Boluarte en no dar su brazo a torcer frente al descarado chantaje de la izquierda radical -que utiliza los muertos como combustible para incendiar la pradera- y el cargamontón mediático de los satélites de la burguesía limeña adoctrinada en cursos con ideología de género que exigen su renuncia para, según ellos, dar “solución política” a la crisis que parece nunca terminar en el Perú.

Y no es que la presidente peruana sea una prócer de la República cuyo nombre y rostro merezcan ser tallados en piedra para la posteridad. Simplemente es la persona que ocupa la jefatura del Estado en una delicada situación política y social donde elementos subversivos y hasta separatistas se infiltran en movilizaciones ciudadanas con mucho corazón y poco seso, coordinando acciones de desestabilización para generar zozobra y, a río revuelto, pretender hacerse con el poder que perdieron con la destitución y encarcelamiento de su alfil -más bien, peón-, el golpista Pedro Castillo.

A diferencia del pobre Manuel Merino -que sucedió constitucionalmente al inefable Martín Vizcarra en 2020-, que perdió el apoyo de su Gabinete, aliados políticos y, mucho peor, el soporte de las Fuerzas Armadas y Policía tras la muerte de dos muchachos en una protesta callejera -hasta el momento no han sido aclarados los pormenores de cómo murieron ni mucho menos hallados los responsables-, Boluarte tiene a su lado a un primer ministro-abogado, Alberto Otárola (fue su defensa cuando enfrentó una denuncia constitucional cuando era vicepresidente), un equipo ministerial más o menos sólido -a pesar de las renuncias de algunos integrantes con perfil más técnico que político- y el respaldo de los militares y cuerpos de seguridad del Estado que conocen bien al enemigo que enfrentan…una vez más.

Resulta lamentable que algunos opinólogos, ya sea desde las redes sociales o aprovechando el prime time de los medios de comunicación masivos, le sigan el juego a la narrativa de los subversivos escondidos tras la muchedumbre acéfala y hagan caso omiso a las advertencias de los especialistas en seguridad y contraterrorismo: por más “legítimos” que sean los reclamos de un sector de la sociedad que ha sido relegado históricamente, ya sea por incompetencia o indolencia del Estado. Nada justifica las asonadas contra activos estratégicos, ya sean los aeropuertos -para aislar regiones enteras-, plantas de gas -para golpear la demanda energética- y quemar delegaciones policiales, fiscales y judiciales; estas últimas aquellas que persiguen los delitos.

Cuando Merino, presidente de un Congreso detestado que destituyó a un popular Martín Vizcarra, asumió la jefatura del Estado en 2020, la izquierda y centroizquierda conspiraron para traer su gobierno abajo, sirviéndose de sus operadores políticos, judiciales y mediáticos. Los primeros se convirtieron en voceros, los segundos en calificadores de delitos, los últimos en cajas de resonancia y tribuna de los dos primeros. Al final, Merino terminó renunciando y la presidencia fue ocupada por un exfuncionario del Banco Mundial asiduo a las pañoletas de seda, pedir autógrafos a terroristas y llorar mientras recitaba poemas.

Pero Dina Boluarte no es Merino

Merino, aunque fue convertido en una especie de monstruo lovecraftiano por sus enemigos, en un villano de Marvel para ganarse el apoyo de la juventud más nihilista, boba y adormecida de la historia. No era más que un sencillo diputado provinciano que falló en sus cálculos políticos y terminó siendo usado y abandonado en muy pocos días. El Congreso, acorralado, cedió al chantaje y votó una nueva Mesa Directiva que fue ocupada por la izquierda y centroizquierda en contubernio. Parecía abrirse de esta manera un futuro prometedor para estos sectores, teniendo en cuenta que las elecciones generales serían al año siguiente. Pero no fue así.

El electorado peruano, juzgado como demasiado conservador y autoritario en su mayoría, terminó decantándose por una derechista heredera de la última dictadura del siglo XX y principios del XXI y un sindicalista de izquierdas con claros vínculos con la subversión comunista que ensangrentó al país entre 1980 y el 2000. El resto es historia.

A Pedro Castillo le acompañó Boluarte, una funcionaria gris y desconocida, provinciana, quechuahablante (a diferencia de Castillo, que apenas y puede hilar una oración en pésimo castellano) y con mejores habilidades para hacer política clientelista, un clásico peruano.

Ambigua y cuidadosa, pronto marcó distancia con el partido que la llevó al poder, Perú Libre, un movimiento catalogado por la Fiscalía como organización criminal. Ella misma fue incluida en la investigación por presunto lavado de activos en el financiamiento ilegal de las campañas electorales del 2020 y 2021 de dicho partido. De a pocos, y aunque al inicio aseguró que renunciaría en caso a Pedro Castillo se le destituyera, fue alejándose de su jefe y terminó por dar un paso al costado cuando, tras la renovación del enésimo gabinete, anunció que no sería parte. Unos días después, juramentaba al cargo de presidente de la República mientras Castillo empezaba su estadía en prisión por los presuntos delitos de rebelión y conspiración.

Inmediatamente empezaron a estallar las protestas, sobre todo en el sur peruano, el bastión electoral de Pedro Castillo en 2021, acusando a Boluarte de “traidora” y exigiendo su renuncia. Al bloqueo de carreteras le siguieron los saqueos, las tomas de aeropuertos, el incendio de comisarías, los muertos por disparos y un policía calcinado en su propio vehículo a quien la izquierda no llora por tratarse de un uniformado.

Pero Boluarte siguió atada a la silla presidencial, renovando su gabinete, apoyándose en las Fuerzas Armadas y contando con el respaldo de la oposición de derecha y centroderecha en el Congreso que, a pesar de sus reservas, entienden que estas asonadas no son actos violentos y espontáneos de una turba que reclama por sus derechos políticos, todo lo contrario: estarían dirigidas por subversivos bien organizados, y los seguimientos de la Policía a integrantes de Sendero Luminoso que azuzan las protestas, incluso la detención de una exintegrante de esta organización terrorista, van confirmando el oscuro trasfondo de este alzamiento.

El factor boliviano es otro tema relevante a considerar, y la razón por la que he titulado así mi columna. Desde la victoria paupérrima de Pedro Castillo en 2021 -apenas 45 mil votos le alejaban de Keiko Fujimori-, Evo Morales empezó sus sospechosas giras por el sur peruano, incluso se llegó a abrir una sede de su partido en Cusco y se pretendió organizar ahí su foro Runasur.

En estos últimos días, el rumor de que “Los Ponchos Rojos”, paramilitares al servicio del MAS, habrían estado ingresando munición ilegal al Perú por la frontera sur, ha causado revuelo y preocupación, sobre todo en una situación de inestabilidad política que ha afectado incluso a los organismos de inteligencia. Cabe recordar que el exdirector de Inteligencia, el coronel (r) Juan Carlos Liendo, fue prácticamente desautorizado por Boluarte en una entrevista a un periódico izquierdista hostil al militar retirado. Liendo renunció al cargo. Días después, las asonadas tomaron un perfil mucho más radical.

No cabe duda que los agentes desestabilizadores de toda la región han puesto sus ojos en el Perú para sumarlo, a la fuerza, a sus planes de la “Patria Grande” de Chávez y demás compinches. Haber perdido un peón en el tablero sudamericano no les es conveniente, pues aviva el desencanto popular de los vecinos que miran esperanzados la posibilidad de también quitarse de encima a sus impresentables Boric, Petro o Fernández.

Ahí que los vecinos más próximos, los bolivianos, mucho más afines por cuestiones étnicas -el departamento de Puno tiene alto porcentaje de aymaras, la etnia de Evo Morales- y comerciales -narcotráfico y contrabando-, sean los primeros en entrometer sus narices en los asuntos internos del Perú.

Y como somos más cercanos, conocemos bien la historia reciente del país altiplánico. Con la fuga de Morales tras conocerse el fraude electoral en 2019, la asunción de Jeanine Áñez como presidente interina, el patético desempeño político de una derecha que no supo unirse y fue incapaz de vencer a la maquinaria masista que, por las puras, no había gobernado más de una década Bolivia. Con Arce en el poder, Camacho aislado en Santa Cruz -hoy cobardemente bajo arresto-, la venganza del MAS vendría con todo, y Áñez fue la primera en sufrirla, con terribles consecuencias para su salud física y emocional.

Por tanto, Boluarte sabe que si renuncia a la presidencia no solo estaría cediendo al chantaje de la izquierda radical -y a la comparsa caviar-, también compartiría el triste destino de su homóloga boliviana, pues este alzamiento, por los actores involucrados, sigue el mismo libreto de la revancha masista contra quienes les expulsaron del poder.

Para ello, por supuesto, tendría que ocurrir el escenario apocalíptico en el que la derecha peruana fuera, como la boliviana, incapaz de asumir sus errores, buscar consensos y tener un candidato único más o menos carismático y respetable. A eso habría que sumarle la estupidez del electorado de, otra vez, votar a la izquierda de pura majadería.

Como Dina Boluarte es más política de lo que parece evidenciar, sabe perfectamente que esto puede ocurrir, y no piensa por ello renunciar tan fácilmente, menos ahora que goza de ciertos privilegios y apoyo, incluso de quienes no le quieren, pero le necesitan para que no se desmorone la casa de naipes en la que se ha convertido esta república, que siempre fue bananera, pero nunca antes mostró tantos signos de descomposición.

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