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las elecciones estarán marcadas por el hartazgo

Elecciones en Argentina: entre el miedo al cambio y el miedo a la continuidad

Los candidatos presidenciales argentinos Sergio Massa y Javier Milei

Argentina no es víctima del peronismo o, mejor dicho, no es sólo víctima del peronismo y el peronismo no es su mayor predador. Argentina es víctima del corporativismo ventajero, un mal mucho más sofisticado, resistente y ubicuo. El peronismo es sólo un abyecto proyecto de poder (a veces de derecha, a veces de izquierda, a veces liberal, a veces chavista, a veces feminista, a veces machista, a veces clerical, a veces quemador de iglesias, a veces pro aborto, a veces antiaborto, a veces antimilitar, a veces precursor de golpes militares, fluido digamos) y en consecuencia siempre tendrá miedo de perderlo. Y muchas veces el peronismo perdió el poder y piloteó la abstinencia como pudo, a su tosca manera.

En cambio el corporativismo pocas veces tiene miedo, porque esté quién esté al timón, siempre encuentra el favor del poder. El corporativismo es además un firme defensor de esa idea, tan argentina, de que cualquier necesidad engendra un derecho. ¿Quiero fusionar empresas de cable y eliminar la competencia? Es mi derecho. ¿Quiero vender mis productos horribles y carísimos y que no se pueda comprar otra cosa en todo el territorio? Es mi derecho. ¿Quiero hacer una película para sublimar mi carencia de talento y que el Estado la financie aunque no la vean ni los actores? Es mi derecho. ¿Quiero cobrar un sueldo por no hacer nada o por hacer algo totalmente innecesario? Es mi derecho. ¿Quiero tener garantizado un «trabajo en el Estado» en función de mi preferencia sexual? Es mi derecho. ¿Quiero poder dirigir el voto de mis alumnos según mi ideología? Es mi derecho.

Podría seguir así varias horas pero ni el editor ni los lectores merecen semejante afrenta. Queda claro que en Argentina, con sólo desearlo y si se toca la puerta correcta, el deseo se convierte en derecho, pero ese derecho no es universal, es sólo para una corporación y cuando esto sucede la palabra correcta es ventaja, una condición exclusiva de la que goza alguien por concesión del poder. Entonces, ese conglomerado de «derechos» con el que el corporativismo se llena la boca, no es otra cosa que la patria ventajera, ese tejido sólido, penetrante y muchísimo menos expuesto. El corporativismo ventajero es el que usa al poder para sostener sus privilegios, es un mal más profundo, farsante, perverso y criminal.

En Argentina hay corporaciones vistosas y fáciles de detectar, el sindicalismo en todas sus versiones, por ejemplo. Hay corporaciones con cierto glamour como actores, influencers, modelitos que se rentan, músicos del Teatro Colón, directores de cine. Hay corporaciones grotescas y fáciles de estigmatizar: planeros y punteros políticos, auténticos cuasimodos del sistema. Hay corporaciones que arruinaron para siempre a la educación superior y a la investigación científica. Hay corporaciones que violan el sagrado concepto de derechos humanos. Hay corporaciones de empresaurios, prestidigitadores de chiringuitos, aprendices de kingmaker, rasputines de nylon. Hay fundaciones y «organismos no gubernamentales» que son veladas corporaciones de lobby y hay acuerdos internacionales que apadrinan corporaciones. Hay más corporaciones de las que sueña nuestra filosofía y por extrañas circunstancias, en esta elección presidencial, el corporativismo ventajero tiene miedo y esto es lo novedoso.

Mucho se ha dicho sobre la campaña del miedo en el último tramo de la carrera electoral en la que se elegirá el próximo presidente argentino. En efecto, el miedo es el clivaje. Clivaje es una palabrita muy de politólogos, define la división entre votantes defensores y detractores de un tema en particular. En el balotaje los votantes se dividen entre el miedo al cambio y el miedo a la continuidad. Y esta división ya no es por ingresos o clases sociales. Tampoco es por edad, sexo, religión. Es una división entre los aupados por las corporaciones, los socios de la patria ventajera y los que no. Entre las garrapatas y el perro.

Quienes temen a la continuidad, representada por el candidato Massa, no necesitan demasiado análisis, es fácil. Argentina es un ejemplo global del desacierto, del absurdo y del fracaso, y quienes no quieren continuar en esta senda están asistidos por la lógica. Basta decir que se trata del país que más veces estuvo en recesión después de la República del Congo, del país que le gana en niveles de inflación a Venezuela y en inestabilidad e incertidumbre a los países en guerra. Un país que en los últimos 20 años padece un índice creciente de inseguridad y sometimiento al poder del narco. Un país con vergonzantes records burocráticos e impositivos. Un país injusto, agobiante, incapaz de retener el vigor de su cría, que se escapa a borbotones día tras día.

Los que no tienen el amparo de alguna corporación, los que no tienen garantizado su modo de subsistencia, sea bueno, malo, regular, legal o ilegal; no quieren que les sigan chupando la sangre y no sienten el menor afecto por el ministro de economía y presidente de facto que lleva 35 de sus 51 años como caudillo de la política y que sería el garante de la estabilidad de «la casta». Su capacidad de daño es palpable y el miedo que produce está justificado.

Por otro lado, están los que temen al cambio y aquí está el misterio. Lo que resulta difícil de entender es por qué el todopoderoso corporativismo tiene miedo al cambio representado en el candidato Milei. Porque lo que ha mostrado esta campaña desproporcionada de amenazas, tergiversaciones, saturación y patoterismo es un enorme miedo que no se condice con la diferencia de fuerzas. ¿Qué le hace pensar al corporativismo ventajero que está en peligro? La formación libertaria tiene un puñado minúsculo de senadores y un bloque inocuo en diputados. No tiene influencia en ningún nivel del poder judicial. La única intentona que hizo en las lides sindicales voló por el aire. La coyuntura internacional lo deja huérfano de padrinos en el exterior. No tiene cuadros políticos más allá de su líder, ni actores que puedan influir seriamente en la opinión pública ni voceros que puedan enderezar sus garrafales desaciertos comunicacionales. Su flanco más expuesto, y tiene muchos, es la famosa gobernabilidad toda vez que ha demostrado serios problemas de organización. Un Goliat blindado le teme a un David torpe e inexperto que aún no sabe manejar su honda, ¿cuál sería el peligro?

Tal vez la explicación se encuentra en el agotamiento de la narrativa de los «derechos» que es la que sostiene al corporativismo. Los voceros del corporativismo, que son muchos y muy hábiles, subrayan que en el ballotage se juega la ruptura de consensos y esto es llamativo porque si los consensos no se pudieran modificar serían más bien dogmas y eso transformaría al corporativismo en secta, y puestos a mirar la definición no está tan mal. Porque los consensos que quieren tallar en roca son los de un progresismo obsoleto que ya no tiene potencia. Son consensos que disculpaban la corrupción, la estafa y la creación de una sociedad estamental sostenida en esa narrativa victimista, supremacista e integrista donde sólo tenían derechos los ungidos por la superioridad progresista. ¿Cuál es el problema si se rompen consensos? Que se rompe la legitimidad del corporativismo y eso va mucho más allá de un simple ballotage.

Algunos escribas del corporativismo van más lejos y sostienen que el libertario atenta contra la democracia. Es curioso porque Milei no ha gobernado nunca, no ha participado ni en una sola de las decisiones que quebraron al país, no estuvo en ningún gobierno, no traicionó ninguna voluntad popular, no manipuló los recursos del Estado y se mantiene en la contienda atado a las reglas que le impone el sistema, ostentando una pobreza franciscana si se lo compara con el poder pornográfico del aparato del Estado dispuesto a hacer campaña en su contra.

En cambio el candidato Massa usó todos los mecanismos del corporativismo, con y sin peronismo, para llegar a este ballotage que ansió toda su vida. Para resumir, y dejando mucho en el tintero, ingresó a la militancia rentada a través del liberalismo, se casó con una dote asegurada del peronismo, se forjó los mejores lazos con el prebendarismo, se especializó en el manejo de los oscuros rubros del conurbanismo, se hizo hábil declarante del panelismo mediático. Y todo esto lo consiguió asumiendo a cada paso la narrativa que imponía el corporativismo, por eso su hemeroteca es una verdadera montaña rusa de opiniones encontradas.

El corporativismo asustado hizo dos jugadas grotescas antes del balotaje. La primera fue idear, para Massa, un cierre de campaña en un colegio secundario público, al que acuden adolescentes entre 12 y 18 años. La escuela en cuestión es el Carlos Pellegrini, que pertenece a la Universidad de Buenos Aires (UBA), otra institución infectada por el corporativismo, antro de privilegios. Lo acompañó el ministro de Educación de la Nación y fue avalado por las autoridades universitarias y de la escuela y el acto se hizo en pleno horario de clases. Vale decir que el ministro de Economía y candidato oficialista, avalado por la corporación educativa en todo sus niveles, hizo uso del poder del Estado en beneficio propio utilizando las instalaciones y a los menores que allí concurren para hacer bulto. Cabe recordar que los menores no van a la escuela optativamente, estaban obligados a estar en el patio, escuchando al representante de la casta como les decía que había que parar a Milei porque era un peligro para las instituciones, mientras pisoteaba toda institucionalidad.

La segunda jugada fue menos calculada. El viernes por la noche Milei concurrió a ver una función al Teatro Colón. Su presencia desató el apoyo de parte del público, pero un sector que no lo elige como opción política también lo abucheó e intentó que se fuera de la sala. O sea, se trata de votantes que no sólo no lo quieren elegir sino que no quieren que exista. Para sumar unas gotas más de autoritarismo, la orquesta, que es un elenco estable dependiente del Estado, quiso sumarse a los canceladores entonando algunas notas de la marcha peronista como forma de mostrar su intolerancia a una opción democrática.

El miedo que despliega el corporativismo, aun frente a la desproporción de fuerzas, demuestra que en esta elección se juega algo más que una presidencia y que no se trata sólo de una simple alternancia de gobiernos. El corporativismo este domingo se juega la legitimidad, se juega su «derecho» a ser el parásito más letal que tiene el país. Capas y capas de ventajeros que ahora temen no a un candidato sino al fin de los consensos que aseguraban sus privilegios.

Por eso Massa contó con el corporativismo, cuyos hilos maneja con soltura, para remontar la elección general. No es sólo el peronismo lo que le permitió, siendo un desastroso gobernante y un falsario político, llegar a ser una opción competitiva en el balotaje. Gracias al corporativismo, la campaña del miedo al cambio, fluyó por todas las venas comunicativas posibles, desde diarios internacionales hasta notitas apocalípticas pegadas en los ascensores. Habría que remontarse a tiempos predemocráticos anteriores al sufragio universal para encontrar en Argentina a semejante cantidad de «capos» e «iluminados» amenazando a los votantes con la pérdida de «derechos». Y ni siquiera en aquellos tiempos se vio con tanto descaro a la totalidad del establishment apoyando a un sólo candidato.

Argentina es hoy dos fuerzas opuestas habitando el mismo territorio. Una vive de la otra. Una está harta, la otra tiene miedo.

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