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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Dos respuestas al enigma Donald Trump

Si los partidarios de Trump quieren ver en él un Superman que ha salvado América y sus detractores un monstruo que deja a Hitler en pañales, la realidad sería que ambos se equivocan.

Donald Trump, se nos ha repetido hasta la saciedad por todos los comentaristas y medios de prestigio, es un patán y un payaso, «peligrosamente incompetente» y mentalmente inestable, sin experiencia ni cultura que, sin embargo, se impuso en las elecciones presidenciales a la «candidata más cualificada de la historia», como se denominó a menudo a Hillary Clinton, animó a que la bolsa se disparase, creciese el PIB y se redujera el paro a mínimos históricos.
Eso ya, en sí mismo, constituye un enigma que los analistas llevan más de un año tratando de desentrañar. Pero, siendo Estados Unidos foco principal de información por su papel de hegemón mundial y única hiperpotencia, desde fuera interesa más su política exterior, una incógnita no menor.
Trump se presentó a las elecciones con un programa de ‘América Primero’ y de abandono de aventuras exteriores para concentrarse en «hacer grande América», algo que todos los medios de peso tacharon de «peligroso aislacionismo».
Sin embargo, sus posteriores iniciativas han enviado mensajes confusos, aparentemente contradictorios. El prometido ‘deshielo’ con la Rusia de Putin se convirtió en un recrudecimiento de la hostilidad, se sucedieron las bravatas y signos de fuerza en Agfanistán y Corea del Norte y la prensa pasó de acusarle de aislacionista a denunciarle como peligroso belicista.
¿Cómo se explica esta contradicción aparente? Abundan las respuestas, más o menos interesadas, más o menos forzadas. Pero hay dos que nos parecen especialmente interesantes.
Según la primera, Trump es Obama es Bush es Clinton. O, por mejor decir, la política exterior norteamericana es una, va en piloto automático y no depende de la voluntad o las ideas del inquilino de la Casa Blanca, sino de su propia lógica interna y de fuerzas que operan al margen de la presidencia.
Hay muchos datos que avalan esta tesis, como el hecho de que todos los presidentes citados llevaron en su programa la promesa de abandonar absurdas aventuras exteriores para luego iniciar otras o intensificar las existentes.
El presidente que inauguró la Guerra contra el Terror con la invasión de dos países -Afganistán e Irak-, George W. Bush, llegó a la Casa Blanca en 2000 con la promesa electoral de poner fin a la política exterior intervencionista de Estados Unidos. Repetía a menudo la palabra «humildad», se oponía tajantamente al concepto de ‘construcción de país’ (‘nation-building’) y a la idea de que Estados Unidos tenía que ser el policía del mundo.
El predecesor de Trump, Barak Obama, fue propuesto para el Nobel de la Paz a solo 11 días de su victoria, premio que obtuvo antes de bombardear siete países diferentes y echarse para atrás en su promesa emblemática de cerrar el campo de prisioneros de Guantánamo.
Y Trump, cuyas promesas hemos recordado, acaba de aprobar la venta de armas a Ucrania en su lucha encubierta contra Rusia en el Donbás, ha aumentado la presencia de tropas en Afganistán -de donde hace no tanto urgía a sacar hasta el último soldado-, ha dejado claro que no piensa abandonar Siria y todo indica que está tratando de aplicar a Irán la estrategia que tan desastrosos resultados ha dado en Libia, la propia Siria y Ucrania.
Si los partidarios de Trump quieren ver en él un Superman que ha salvado América y sus detractores un monstruo que deja a Hitler en pañales, la realidad sería que ambos se equivocan y que el nuevo presidente no ha cambiado en nada el rumbo establecido hace décadas.
Pero hay otra posibilidad más intrigante, avanzada por Patrick Armstrong, ex analista del Departamento de Defensa canadiense. Según Armstrong, Trump sí tiene una visión en política internacional, la misma que expresó en su programa y sus discursos de campaña, la Política de los Tres Noes y Un Sí, basada en los siguientes principios: Las intervenciones bélicas de la Guerra contra el Terror no han contribuido en absoluto a mejorar la seguridad nacional; por el contrario, empobrecen al país; el sistema de alianzas no es ni útil ni beneficioso para América; y, por último, Rusia no tiene por qué ser un enemigo y puede ser un beneficioso aliado.
No hay nada nuevo en esto, en el sentido de que corresponde a lo que Trump ‘vendía’ en campaña o se deduce de todo lo demás. Las preguntas obvias son, en primer lugar, por qué muchas de sus medidas parecen contradecir esta política y cuál sería su estrategia para aplicarlas.
Se ha repetido a menudo que Trump no es un político profesional, sino un empresario, y es cierto. Como empresario, quiere ver retornos por cada inversión, y lo que ve son nuevas y mayores pérdidas. Su misión autoimpuesta es sanear ‘la firma’, Estados Unidos, y para ello necesita desentenderse de los desastrosos compromisos exteriores.
Pero dos factores le han frenado hasta ahora, obligándole a una estrategia indirecta que produce estupefacción en partidarios y detractores.

La ‘trama rusa’

El primero, menor pero importante, es el asunto de la ‘trama rusa’. La dichosa ‘trama’ -la idea de que el candidato Trump urdió con el Kremlin un pacto secreto para ganar las elecciones- cumple muchas y variadas funciones. 
En primer lugar, es un bálsamo para el ego de tanto mandarín convencido de que Hillary barría en las elecciones y que expresó su desprecio por quien pensara por un segundo que Trump tenía alguna posibilidad. Claro, fueron ‘los rusos’.
En segundo lugar, establecía un Enemigo Exterior, algo que los neoconservadores necesitan imperiosamente. Rusia, el viejo enemigo de la Guerra Fría, es un candidato demasiado apetecible y contra él cargó Hillary durante toda la campaña.
En tercer lugar, permite mantener al odiado presidente bajo un continua sombra de sospecha y abrir investigaciones en tono a él que puedan arrojar datos incriminatorios como base para un ‘impeachment’.
En cuarto lugar -y esto es lo que nos interesa- condiciona la política exterior del presidente, que no puede efectuar el anunciado acercamiento a Moscú sin parecer que confirma las peores sospechas sobre su acuerdo previo con Putin.
Pero el segundo factor es aún más poderoso. Trump, como hemos dicho, llega desde fuera de la política, y en su nueva ‘empresa’ encuentra muchos poderes enquistados y hostiles de los que no se puede deshacer y una Administración cuajada de enemigos con la que tiene que transigir.
Y aquí entramos en su estrategia para limpiar estos caóticos establos de Augias que es el sistema de alianzas y el equilibrio de poderes internos en la política exterior americana, siguiendo su programa de los Tres Noes y Un Sí.

¿Cómo deshacer la enmarañada red de alianzas?

¿Cómo deshacer la enmarañada red de alianzas y preconcepciones sobre el deber de Estados Unidos de gobernar el mundo y patrullar el planeta? Obligando al resto del mundo a deshacerla, responde Armstrong.
Abandona el Acuerdo de París sobre el Cambio Climático, deja el TTP, les dice a los aliados de la OTAN que tienen que arrimar el hombro y no dejar a Estados Unidos todo el peso de la defensa común, elimina las ayudas a los rebeldes aliados en Siria, recorta su contribución a la ONU. Todas estas sorprendentes, bruscas iniciativas obligan a los otros a ‘buscarse la vida’, a acostumbrarse a nuevas fórmulas sin el liderazgo directo y vigilante de Estados Unidos.
Es como si buscara que los demás le obligaran a centrarse en los asuntos nacionales. Incluso en el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel, el repudio casi unánime de la comunidad internacional podría no ser un desagradable efecto secundario, sino uno de los principales objetivos de la medida. Incluso su particular -y particularmente grosera y agresiva- guerra contra el estamento mediático sería parte de esta estrategia, porque los grandes medios son un brazo crucial de la red de compromisos de América, los que mueven la opinión pública a favor de nuevas, más costosas y más desastrosas intervenciones.
Ese es el núcleo de su estrategia: que sean los otros, no América, quienes acaben forzando su estrategia, quienes deshagan el nudo gordiano, quienes se responsabilicen de su propia proyección internacional sin esperar el liderazgo americano en todo y para todo.
Estados Unidos tiene un largo historial de ocuparse de lo que pasa en el último rincón del planeta, a un coste cada vez mayor y con resultados cada vez más pobres. Los imperios mueren cuando tratan de abarcar más de lo que pueden apretar, desangrándose en una miriada de conflictos ruinosos. Si Trump quiere hacer grande América, tendrá que dejar que el mundo se ocupe de sus asuntos. Aunque sea obligándole a hacerlo.
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