«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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El wokismo coloniza las empresas

Dylan Mulvaney o la crueldad del «capitalismo moralista»

Anheuser-Busch incendió las redes sociales cuando el gigante de la cerveza Bud Light celebró "365 Days of Girlhood" del activista transgénero Dylan Mulvaney con una promoción polarizadora. (Instagram)

La empresa Anheuser-Busch, productora de la famosa cerveza Budweiser, quedó atrapada en una controversia cuyos resultados aún están por evaluarse. Resulta que para promocionar uno de sus más exitosos productos: Bud Light contrató a la estrella tiktoker transgénero Dylan Mulvaney. La ocasión era una especie de cumpleaños en el que se conmemoraba el comienzo del tratamiento hormonal de Mulvaney, popularmente conocido como «transición». Durante el último año, Dylan viene posteando día a día los efectos del tratamiento en su cuerpo, en una serie titulada «Days of Girlhood» (Días de la niñez femenina), en la que habla de los vaivenes de su «segunda pubertad» ante una audiencia de varios millones de almas. El marketing es el marketing y no hay nada que hacerle, cuando las marcas ven brillo comunicativo van como mariposas al fuego, así que, a medida que Dylan concentraba la atención de millones, las propuestas comenzaron a llegar. 

Uno a uno aparecieron contratos con Ulta Beauty, Instacart, Kate Spade, y varios más. Bud Light estableció un acuerdo de patrocinio orientado a redes sociales para que Mulvaney promocione el producto a sus seguidores, permitiendo asociar su imagen a la lata. La disonancia entre el perfil de consumidor de Bud Light y el perfil de Dylan provocó un cortocircuito que desató la polémica y un masivo llamado al boicot. En paralelo a este escándalo surgió uno casi calcado, la empresa Nike contrató a Dylan Mulvaney para promocionar sus ropa deportiva destinada a mujeres. Esto ocurrió justo en el momento en el que se desarrollan múltiples disputas alrededor de la participación de las personas trans en los deportes femeninos. Pero más allá de las posturas acerca de si llamar a Dylan con uno u otro pronombre, lo que incontrovertidamente no se puede hacer es describir a Dylan como deportista, entonces ¿Qué demonios está haciendo Nike? ¿Ganan o pierden Bud Light o Nike con esto? 

La pregunta no es simple porque a esta altura es difícil describir qué cosa sería ganar o perder, y esta es la clave del problema. En los últimos tiempos más y más empresas han sufrido las consecuencias de decantarse ideológicamente hacia una postura woke extrema, es bien conocido el dicho que reza «Get Woke, Go Broke». Pero existen innúmeros ejemplos de marcas que han experimentado pérdidas y sin embargo se han aferrado a su estrategia de marketing. Las empresas no son mayormente suicidas, lo hacen porque terminan obteniendo, por otra ventanilla, todo tipo de beneficios financieros y políticos gracias a las certificaciones de inclusividad que son como las bulas papales del wokismo. Así que el supuesto efecto negativo de los intentos de boicot surgidos en estos días aún está muy verde y nada nos hace pensar que madurará.

Estamos ante una etapa curiosa del capitalismo, cuesta sostener algunas categorías económicas y políticas, propias del siglo pasado, debido al sólido matrimonio establecido entre las burocracias estatales y las corporaciones, que desdibuja cuestiones como los beneficios y la competencia. En esta etapa dominada por el «crony capitalism» las empresas promueven una agenda ideológica a partir de la cual deconstruyen y reinventan a su consumidor, usando como guardianes de su ingeniería una serie interminable de regulaciones y coerciones impuestas por los gobiernos. El filósofo Miguel Ángel Quintana Paz describe esta etapa como «capitalismo moralista«. Este formato utiliza para su promoción personajes y consignas moralizantes sostenidos por alguna de las victimizaciones interseccionales, tan en boga, que no necesitan tener relación alguna con los productos ofrecidos. Porque lo que el capitalismo moralista ofrece no es la experiencia del producto sino la experiencia de la virtud y la sanación culposa.

Quintana Paz ejemplificaba al capitalismo moralista con una publicidad en la que la empresa de máquinas de afeitar Gillette culpaba a su público objetivo de tener una «masculinidad tóxica». El filósofo se preguntaba cuán sensato era ese maltrato a la hora de vender maquinitas, a la vista de cierta baja en la utilidades sufrida luego de la pieza publicitaria. A estas pérdidas, el directivo Gary Coombe contestaba que no le importaba perder dinero porque su acción moralizadora primaba, así que la caída en las utilidades era un precio que valía la pena pagar. En la misma tónica, la vicepresidente de Bud Light, Alissa Heinerscheid, aclaró que se enfoca en cambiar la imagen obsoleta de la marca para volverse más inclusiva, por lo que no le interesa alienar a su antigua base de clientes. 

Tanto Coombe como Heinerscheid muestran un cambio sustancial del enfoque empresario, alejado de la competencia y los rendimientos, y relacionado con una búsqueda de privilegios en virtud de los cuales pueden sacrificar un objetivo de corto plazo (vender maquinitas o latas) a cambio de uno de largo plazo (la categorización moral de la empresa que le permita acceder a beneficios prebendarios). Esta estrategia sólo se la pueden permitir las grandes corporaciones alineadas con una determinada agenda política. Estos modelos clientelares pueden resistir una baja temporal de ganancias y pilotear un escándalo o un boicot tranquilamente, a cambio se aseguran una barrera de entrada a otros competidores que no quieran o puedan pagar el costo de volverse ultrawoke. Si lo miramos tan fríamente como ellos, estamos frente a un mecanismo de adaptación del modelo empresarial al capitalismo moralista. 

Claro que está luego la parte más cruel: el tema de la instrumentalización de las víctimas de moda. Cuando le tocó el turno a Gillette estaba de moda el #metoo y ahora está de moda Mulvaney. Hace unos años estaba de moda Greta Thunberg o las tortugas marinas atacadas feroz y exclusivamente por sorbetes de plástico. Inmisericordemente, convierten a estos fugaces íconos victimizados en símbolo de virtud prefabricada lista para consumir. Por eso son íconos todoterreno. Sirven para la venta de hojas de afeitar, corpiños, cerveza o sillones masajeadores, no importa el producto, lo que se vende es una pauta moral y su instructivo de uso. La sobreexposición morbosa de la vida de Greta o Dylan son daños colaterales así como lo serán sus historias desechadas cuando pierdan brillo mediático. No son las causas trans, climática o energética lo que está en juego sino el perverso evangelio woke y su incesante desfile de ofrendas al altar de la virtud progresista.

Cada sociedad tiene su propio sentido de lo que constituye la moral, y no son ajenas las élites a esa constitución. Curiosamente, el progresismo que se percibe tan revolucionario y contrasistema es la base hegemónica que moldea la moral cívica desde que comenzó el siglo, en base a lo que él mismo denunciaba: la idea de norma construida por el imperialismo colonialista, atada a estructuras sociales. Hoy es el imperialismo colonialista woke el que impone normas morales como: redistribucionismo, igualitarismo, relativismo, autopercepción, malthusianismo, alarmismo y muchos otros ismos que se pueden encontrar del mismo modo representados en las estructuras sociales académicas, culturales, judiciales o políticas tanto en California, como Santiago de Chile, Barcelona, Londres, Bogotá o Ushuaia. Las mismas leyes, obsesiones y políticas públicas calcadas… si eso no es colonialismo, el colonialismo dónde está.

En sus promocionadas apariciones Mulvaney apeló a tropos estereotipados sobre las mujeres en busca de mimesis. Esos mismos estereotipos que para la época del #metoo (hace no más de 15 minutos en términos históricos) eran calificados de ofensivos y tóxicos. Primero fingió ignorar qué cosa era el March Madness y escribió : «¡Feliz March Madness! ¡Acabo de enterarme de que esto tiene que ver con los deportes y no solo decir que es un mes loco!» y luego publicó una serie de fotos y videos haciendo saltitos espasmódicos y torpes usando calzas y sostén deportivo de Nike. Nike, que es una compañía que alguna vez celebró el mérito atlético, decidió emular fetiches femeninos sin ningún mérito atlético para «renovar la marca».

Todas estas empresas han cosificado a Mulvaney como instrumento en esta extraña colonización cultural y religiosa que demanda alabanzas a modo de comunión. La actuación de Mulvaney es regresiva, puesto que ya había quedado en el pasado (y hasta era un insulto) describir o graficar el «correr como una niña» como sinónimo de falta de destreza o técnica y aquí tenemos a alguien haciendo una payasesca performance de lo que sería el deporte femenino. Definitivamente, Nike no está vendiendo su producto, dado que no hay desarrollo de su funcionalidad o de su aspiracional. Está vendiendo su colonización moral.

Curiosamente, la demonización de la normatividad occidental impulsada por progresismo impone al tiempo una nueva normatividad basada en su visión más extrema: el wokismo. Es un cambio fundamental en la forma en que calculamos el valor de un producto. Lo vemos en los íconos seleccionados como imagen de marca. Las afirmaciones ostensibles que hacen estos íconos destinados a aumentar el conocimiento de la marca son incoherentes en un mercado competitivo, pero son eficientes en un ambiente sofocado de corrección política, cultura de la cancelación o la vergüenza pública y de señalización de la virtud. 

Las decisiones de mercado se toman en competencia con otros, si mis únicas opciones son la sumisión o el desprestigio civil es claro que lo importante no es el producto sino el postureo. Esto es un dilema para las marcas: ¿Quién tiene el suficiente peso para influir sobre el consumo? La moralina normativa es, en consecuencia, por lo que compiten las marcas, las empresas calculan la utilidad de tal o cual moralización. Luego las turbas, mínimas pero intensas, apoyan o cancelan según la coyuntura o la moda, ante los ojos impávidos de una mayoría que apenas patalea y por períodos cortos, nada que una corporación no pueda aguantar. 

Para ser sinceros, hay barro en los zapatos de todos, los consumidores son o muy cómodos, o muy poco comprometidos con la defensa de los valores que creen subvertidos. Cada vez más se amoldan a la impotencia de ser manipulados desde todas las «estructuras sociales» profundamente infectadas de la hegemonía woke. Algunos encontrarán insultante la pérdida de sus estándares éticos y morales, tal vez ensayen estertores de resistencia, pero otros más numerosos no lo notarán o no les importará la implementación de este nuevo colonialismo. Luego, las empresas pequeñas, obligadas por los gobiernos a amoldarse a las normas conductuales wokistas para subsistir, terminarán aceptando o feneciendo.

El «producto Dylan Mulvaney» pasará de moda. Ojalá Dylan ahorre un poco. El «capitalismo moralista» seguirá su curso hiperadaptado al dogma woke, un dogma tan controlador y frustrante que con su sola existencia ha desarrollado una opresión irrespirable. No hay duda de que esta locura, este fanatismo y este sinsentido hacen ruido. Tiene que levantar alguna incomodidad que se convierta en una estrella de la opinión pública una persona cuyo mérito es transmitir, en vivo, la forma en que toma medicamentos. 

Pero no es Dylan, Greta o las tortugas marinas el centro del problema. De nuevo, son ofrendas sacramentales. La cuestión es si la incomodidad social, ante el avance de la normatividad woke irá más allá de un par de semanas de no afeitarse con Gillette o de dispararle a una lata de Bud Light. Porque si se trata sólo de estas acciones, estamos ante la picadura de un mosquito en el trasero de un hipopótamo. Gillette y Nike lo saben, por eso siguen su camino de adaptación sacrificando un par de dólares, un par de clientes y un par de víctimas sacramentales. Se entiende que no hay boicot lo suficientemente fuerte como para hacerlas desistir de los beneficios de las normas DEI y de la moralina pegajosa que ha atrapado a tantas compañías. 

Se preguntaba Quintana Paz si este era el mundo en que queríamos vivir, un lugar donde los burócratas y los CEO corporativos dictaminen la ética pública. A la luz de los resultados cuatro años después, viendo cómo el «capitalismo moralista» se ha hiperacelerado, pareciera que la respuesta es SÍ. Tal vez la solución no sea atacar las consecuencias sino las causas, por una cuestión de lógica y también por simple eficiencia. No es por el lado de atacar la decisión privada como se cambia esta distopía, es en el marco decisional del ciudadano, vale decir: la política, donde se deben hacer los boicots.

Sin los amañados criterios coercitivos de la liturgia woke, sin acciones afirmativas en favor del activismo identitario, sin leyes que atenten contra la igualdad ante la ley, sin dejar que el poder público ingrese a la vida privada de los ciudadanos; se termina el «capitalismo moralista» y su normatividad colonialista. Y el marketing empresarial deberá volver a mirar al mercado, a competir por la calidad de sus productos y no por el favor de un par de maníacos con Síndrome de Hubris.

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