Hacia finales del siglo XIX, cuando el establishment político del Imperio Austrohúngaro culpaba a los judíos de todos los males económicos y sociales, un político socialista llamado Ferdinand Kronawetter dijo «el antisemitismo es el socialismo de los tontos». Más de un siglo después, la global combinación de wokismo y antisemitismo hace que la frase de Kronawetter cobre una nueva dimensión.
Muchas cosas impactantes han ocurrido como consecuencia del ataque de los terroristas Hamás a Israel. El mismo fin de semana de la masacre, cuando todavía no se tenía idea de la dimensión de las atrocidades llevadas a cabo por los invasores, cuando la sangre de ancianos y niños aún no se había secado del piso de las casas donde fueron brutalmente torturados. Cuando no se sabía la cantidad de muertos, heridos y secuestrados. Cuando el mundo estaba aturdido y amedrentado, ya se estaban organizando manifestaciones contra Israel, coordinadas en todas las capitales de los países más poderosos de Occidente. Los protestantes protestaban por las dudas, anticipadamente. Protestaban por lo que suponían que Israel podría llegar a hacer, avisaban a sus cobardes mandatarios que ojito, que nada de defenderse, que ellos eran más, que tenían el hambre y la determinación. Repasemos: cuando Israel yacía vejada en el piso sin todavía haber movido un dedo para detener su martirio, ya se había puesto en marcha la campaña para advertir que no era tolerable la respuesta. Y los tontos comenzaron a bajar la cabeza.
Claro que durante los primeros días la élite occidental reaccionó protocolarmente. No era dable hacer otra cosa ante la conmoción que provocaba el ataque. Los disturbios en Occidente permitieron, además, cierta ola de sentido común dentro del discurso oficial en las primeras horas. Políticos y medios masivos aprovecharon para cruzar las variables que debían haber cruzado hace décadas y que unen un tipo de inmigración que desde los años 70 se hizo ghetto, que jamás se integró a los países de acogida y que creció al amparo del Estado de Bienestar pero nunca sintiendo a ese Estado como propio; con una ola de violencia y odio a Occidente que parece tener el poder de acabar con nuestra civilización tal como la soñamos.
Era la ocasión para el sentido común, sin dudas. Un giro radical apareció en el horizonte y los líderes mundiales pasaron de ser hipertolerantes a proponer deportaciones masivas. Particularmente duros fueron los embates discursivos de Rishi Sunak y de Olaf Scholz, y el lector suspicaz podría pensar que se trata de maniobras para frenar el auge de formaciones que tienen a la cuestión inmigratoria como eje electoral. Pero estos escenificados golpes en el pecho, estos ficticios ceños fruncidos y este repentino amor por el orden y la ley fueron un fugaz espejismo.
Prontamente, el entretejido que une a las ONGs, a los parlamentos, a los partidos políticos, a los medios masivos, a los organismos multilaterales y a ONU, su nave nodriza, se puso en marcha para decirnos, de nuevo, cómo debíamos pensar si queríamos seguir siendo correctos. El establishment no podía permitir que, por una vez en la vida, le creyéramos a nuestros propios ojos. Y comenzaron las presiones, las victimizaciones, la reescritura de la historia que en pocos días gestó la versión woke de la guerra, de la misma manera en que se gestó la versión woke del feminismo, de la agricultura o de la llegada de Colón a América. El wokismo tiene un manual de estilo que funciona muy aceitadamente, sólo que cuando se gestó la versión woke de la guerra Israel-Hamas, quedó de manifiesto el colapso moral de Occidente mucho más allá de la invasión y el conflicto bélico. Lo que estamos viendo no tiene nada que ver con Israel, pero tiene todo que ver con la agonía de nuestra cultura y con la forma en la que las creencias lujosas pueden terminar de enterrarla. Tontamente.
Las creencias lujosas (luxury beliefs) son opiniones que confieren estatus a los sectores más favorecidos y frívolos de la sociedad, mientras que a menudo infligen costos a los sectores vulnerables o que poseen menos cobertura socioeconómica. Las creencias lujosas pueden surgir de las buenas intenciones o de la ignorancia de personas que no son conscientes de las consecuencias de sus puntos de vista. Los proyectos de dejar libres a delincuentes detenidos por crímenes violentos son ejemplos claros de este fenómeno, el buenismo proviene de sectores que difícilmente sean los que sufren las consecuencias de tener a los violentos en las calles. Pero quienes sostienen esas creencias son frecuentemente quienes ejercen la mayor influencia política y que tienen además la capacidad de lobby por su posición económica o social.
Actualmente el concepto de creencias lujosas se ha puesto de moda, pero se emparenta con una vieja teoría del sociólogo francés Pierre Bourdieu a la que describió como la distancia de necesidad. Según Bourdieu, lo que caracteriza a las clases altas es la distancia que las separa del peligro y de las penurias. Los privilegiados pueden permitirse el lujo de sostener ideas moralizantes, el famoso buenismo que mejora su posición social, porque saben que la adopción de esas ideas les costará menos que a otros. Así, en el paradigma de Bourdieu, la presencia de peligro físico es un marcador de la clase social baja que está mucho más expuesta a sufrir un asalto violento o una lesión física laboral. Con el devenir de la narrativa woke hemos visto cómo se equipara el insulto, la controversia o la disidencia con la violencia física, pero es evidente que se trata de personas que no han conocido el dolor de la violencia física. La resemantización de la violencia revela el extremismo de la cultura woke y su indolencia con quienes señalan como enemigos. Pero también la profunda imbecilidad con la que los tontos cavan su propia tumba.
Ahora bien, el antisemitismo (y sus variantes como judeofobia, israelfobia, etc) es esa teoría según la cual los judíos, un pueblo históricamente perseguido que aún no se recupera del último exterminio que padeció hace apenas 70 años, son ultrapoderosos y tienen el control de todo el sistema de opresión institucional y financiero global. Tiene lógica que el antisemitismo encuentre en el wokismo un canal perfecto para propagarse. El dogma woke es en extremo dialectizante, todo socialismo tiene esa matriz, de manera tal que cuando le sirven en bandeja un «opresor» como chivo expiatorio sólo tiene que propalar ese antisemitismo travestido de descolonización, con la misma liviandad con la que propala la implementación de la sharía como idea de liberación. Una vez que cuadra en su lógica, no importan los datos sino el perfecto match sobre el que discurre un suicidio colectivo de proporciones inimaginables.
Veamos un simple y pequeño ejemplo. Mientras la izquierda se manifestaba contra Israel en todo el planeta, las familias de los rehenes que Hamás tiene escondidos en Gaza, llenaron el mundo con carteles de sus caras para que nadie se olvide de ellos y de su sufrimiento. Hablamos de familias que recibieron vídeos sobre las torturas, violaciones, decapitaciones y mutilaciones de sus seres queridos a través de los propios teléfonos de las víctimas. Hablamos de una guerra de terror psicológico que no se esparce sólo en Israel sino en todo el mundo porque han secuestrado gente de muchos países. Pues bien, esos carteles se convirtieron en uno de los objetivos a combatir por los simpatizantes de Hamas en asociación con los militantes del wokismo y sus fundaciones acólitas.
Decenas de ciudadanos occidentales comenzaron a arrancar los carteles de niños rehenes como muestra de apoyo a quienes luchan contra Israel. Si esto de por sí es demencial, se vuelve directamente perverso si entendemos que parte de los que arrancan los carteles son las fuerzas de seguridad de los propios países que cacareaban solidaridad con las víctimas del ataque y firmeza contra el terrorismo de Hamas. Fue la propia policía británica y alemana la que fue filmada sacando los carteles de las calles y acá está posiblemente la clave de un diagnóstico oscuro pero necesario.
El subjefe de policía británica Wasim Chaudhry, consultado por las imágenes de policías arrancando los carteles, dijo que estaban tomando medidas para «evitar tensiones comunitarias». El portavoz de la Met dijo que la fuerza no deseaba limitar los derechos de nadie a crear conciencia sobre los secuestrados, pero que «tenemos la responsabilidad de tomar medidas razonables para detener la escalada del problema». Situaciones similares ocurrieron con fuerzas de seguridad alemanas y las explicaciones tenían el mismo tenor. Cuesta entender cómo Sunak, Scholz o cualquier otro miembro del Olimpo primermundista llevarían a cabo deportaciones masivas si sus fuerzas de seguridad ni siquiera son capaces de defender un cartel, con la cara de un niño secuestrado, pegado en la vía pública.
Por demasiado tiempo Occidente tuvo la creencia lujosa del poder sanador de la condescendencia multiculturalista. Por demasiado tiempo sus élites se mantuvieron a la distancia necesaria como para que sus creencias lujosas no las acercaran a los problemas reales de quienes padecían una sociedad cada vez más violenta y humillada. Occidente sabe ahora, porque está viviendo la amenaza en su cara, porque se lo están gritando sin tapujos ni medias tintas, que contiene en su seno un gran número de personas, en algunas ciudades mayoritario, que son abiertamente antioccidentales. Occidente está pagando, y esto recién empieza, el coste de sus luxury beliefs, el más grande de los cuales es la estúpida y suicida cultura woke. Ese no es problema de Israel, es de Occidente, porque las multitudes pro-Hamás que ocupan plazas, estaciones de tren, universidades, puentes y capitolios no lo hacen en Israel. Lo hacen en Europa y en EEUU y los tontos no se animan siquiera a decirles que se limpien los zapatos antes de pisotearlos.
El problema no es el joven país que es Israel, que ya se ha defendido otras veces con y sin permiso de este raído y pusilánime occidente. El problema es el decadente conglomerado de países occidentales que, infectados por el virus woke, son incapaces de defenderse de la ideología que les está chupando la sangre, ideología que sirve de canal de transmisión de la podredumbre racista de la que creyó haberse librado. «El» problema es que la semana pasada un hombre intentó recorrer con una camioneta el centro de Londres con imágenes de los niños secuestrados y la Policía Metropolitana lo detuvo por «su propia seguridad». Hay que tratar las reacciones contra Israel no como «el problema» sino como un síntoma de algo más profundo.
Sí, es cierto que estamos viendo un renacimiento del antisemitismo, pero es porque encontró una correa de transmisión inimaginable hasta hace pocos años. El antisemitismo encontró un dogma que resultó un magnífico anfitrión para su brutalidad, sumado a una sociedad tan culposa, tan poco respetuosa de su historia, de su ética y de su propio futuro que está dispuesta a dejarse pisotear «por su propia seguridad».
Esta tendencia tan relativista, tan nuestra a ver otras culturas como iguales o incluso mejores que la propia, es la que permitió durante todos estos años que las «otras culturas» fueran tratadas con condescendencia aún si eran añejas dictaduras como la cubana o la coreana, o brutales regímenes atroces con las mujeres, los niños o los homosexuales, al punto de dejarlos ser jueces y parte de nuestros comités de derechos humanos. Esta fue otra creencia lujosa que nos hemos permitido porque total no éramos afganos, coreanos o iraníes sojuzgados, ni éramos israelíes sistemáticamente bombardeados. La distancia con el peligro nos volvió empecinadamente tontos. Después de todo, si Occidente está tan preocupado por humillarse a sí mismo, ¿qué humillación nos ahorrarían quienes nos aborrecen?
En este momento es cuando triunfan esas explicaciones fáciles, que calman a quienes tienen el privilegio de estar lejos de Israel. Es un conflicto territorial, dirán. ¿Qué se nos perdió a nosotros en Medio Oriente?, dirán. Y con la misma pretendida asepsia pedirán proporcionalidad, una gran mesa de diálogo, paz y amor. El consabido buenismo es la creencia lujosa de los privilegiados que no han visto a sus propios bebés ser degollados o cocinados vivos en un horno. El apaciguamiento hipócrita de quienes se rasgaban las vestiduras por la decadencia de Occidente pero que no soportan que la primera resistencia provenga, justamente, del pueblo judío. Porque independientemente de lo que haga Israel, siempre lo verán como opresor.
El mundo occidental cerró filas con Israel por poco tiempo. De la forma en la que vemos crecer al antisemitismo woke, probablemente se instalará como cualquiera de los Ítems de la agenda progresista que se mueve por carriles que ni siquiera estamos registrando y volveremos a ver al pueblo judío luchando en solitario. Israel deberá encarar, para sobrevivir, la tarea que Occidente no está dispuesto a hacer, ni para salvaguardar sus valores, ni a su juventud, ni a su dignidad, ni siquiera a unos miserables carteles con las fotos de sus víctimas. Con el correr de los días y el avance de la guerra, los países occidentales van a menguar su apoyo a Israel. Dos poderosísimas bestias se han asociado contra el diminuto país judío: el wokismo y el antisemitismo, las dos fuerzas que más odian a Occidente. Se ha consagrado, finalmente, el socialismo de los tontos.