«En una democracia -escribe Stephen Kinzer en el Boston Globe-, a nadie debería tranquilizar oír que los generales han impuesto disciplina sobre un jefe de Estado Electo. Se supone que eso nunca había de ocurrir en Estados Unidos. Ahora está ocurriendo».
Nadie que haya seguido siquiera esporádicamente la cobertura que ha hecho La Gaceta de la presidencia de Donald Trump puede ignorar que la noticia más repetida ha sido la de los intentos de la oposición -lo demócratas, sí, pero también los grandes grupos mediáticos- por derribarle como sea desde el primer día. Ningún presidente ha sufrido una campaña de acoso tan unánime, universal, feroz, continua y estridente.
Se intentó que los miembros del Colegio Electoral cambiaran su voto, se intentó anular la votación alegando ‘injerencia’ rusa -esa ‘trama rusa’ que se ha ido desinflando día tras día- y apenas pasa un día sin que se husmeen cargos para un posible cese parlamentario o ‘impeachment’, todo en vano hasta ahora.
Pero justo cuando la tormenta empezaba a amainar, empieza a sonar cada vez con más fuerza la palabra tabú en la política americana: golpe de Estado.
En Estados Unidos tienen a gala haber sido una democracia sin interrupción durante toda su historia. La única intentona, el llamado ‘Business Plot’ de 1933 contra Franklin Delano Roosevelt, es aún objeto de encendida polémica entre los historiadores.
Kinzer no sugiere la existencia de un golpe clásico, con el Ejército en las calles y ocupando los puntos neurálgico, la deposición del presidente y una proclama al país. Cada tiempo tiene sus rituales. Sin embargo, afirma, «el poder en última instancia de moldear la política exterior y de seguridad ha caído en manos de tres militares: el General James Mattis, secretario de Defensa; el General John Kelly, jefe de Gabinete; y el General H.R. McMaster, asesor de Seguridad Nacional».
Añade Kinzer que, a diferencia de otras ‘juntas’ militares, la que copa el poder en América solo tiene interés en la posición internacional del país, no en su política interna. Eso explicaría, entre otras cosas, la decisión del presidente de aumentar la presencia militar en Afganistán cuando se pasó toda la campaña insistiendo en que había que abandonar el país asiático, o el recurso a sanciones contra Corea del Norte en lugar de ese «fuego y furia» con que amenazó a principios de la crisis.
Sin embargo, no puedo estar tan seguro de que los ‘cuidadores’ de Trump, sean estos los generales de los que habla Kinzer o un grupo más amplio, se desinteresen de la política nacional. De hecho, Breitbart informaba hace unos días de la comida en la Casa Blanca que el General Kelly organizó muy cuidadosamente de modo que Trump se sentase entre los demócratas Shummer y Pelosi, justo antes de anunciar que los ‘dreamers’ -los ilegales favorecidos por el programa DACA- se quedan, para indignación de sus menguantes partidarios.
Tampoco significa esto que se haya puesto fin a los denodados esfuerzos por expulsarle de la Casa Blanca, esté o no neutralizado. Ayer mismo, en una entrevista concedida a la cadena pública NPR, la ex candidata presidencial Hillary Clinton, de promoción de su nuevo libro What Happened, declaró que no ha renunciado en absoluto a cuestionar la legitimidad de las elecciones.
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