Kawasaki se vio «atrapada» en el Norte pero sabía que se arriesgaba a morir o a terminar a un campo de prisioneros si trataba de escapar.
Casi 100.000 japoneses de ascendencia coreana emigraron a Corea del Norte entre los años sesenta y ochenta atraídos por la promesa de hallar el «paraíso en la tierra», pero se encontraron con una realidad desoladora de la que muy pocos lograron escapar.
En 1960 con apenas 17 años, Eiko Kawasaki decidió embarcarse en un viaje al Norte tras oír «historias maravillosas» sobre la prosperidad y la igualdad de la que disfrutaban allí todos los trabajadores, gracias al régimen utópico y paternalista fundado por Kim Il-sung.
«Fuimos arrastrados por falsas promesas. Nadie nos obligó a ir, pero creemos que el Gobierno de Japón pudo hacer algo para evitarlo», explica en un encuentro con los medios Kawasaki, que escapó del país estalinista tras vivir allí 43 años, dejando atrás a su marido y cinco hijos.
Ella es una de las muchas «zainichi» (descendiente de coreanos llegados en la era de dominio colonial nipón sobre la península coreana, 1910-1945) que se dejó llevar por propaganda impartida en centros escolares nipones controlados por Chongryon, asociación de coreanos residentes en el archipiélago afín al régimen de los Kim.
Su viaje a Corea del Norte, organizado por Pyongyang con la connivencia del Gobierno de Japón y la Cruz Roja nipona -según han denunciado algunos historiadores y desertores como ella-, fue ya un anticipo de lo que les esperaba allí.
La adolescente tomó uno de los trenes que recorrían el territorio nipón fletados por Chongryon para transportar a los emigrantes, y de los cuales, una vez a bordo, era «imposible» bajarse o contactar con el exterior, según su relato.
El destino del tren era Niigata (oeste de Japón), de donde a su vez partía un barco hacia Chongjin (costa oriental norcoreana), la tercera mayor ciudad del país y uno de sus principales puertos.
«Los pasajeros íbamos entonando canciones tradicionales coreanas, y algunos hasta lloraron y gritaron de alegría al avistarse la costa norcoreana. Pero el ánimo se desvaneció en cuanto llegamos a Chongjin, cuyo aspecto era mucho más miserable que el puerto de pescadores de Niigata», cuenta Kawasaki.
Pronto descubrieron también el racionamiento de comida, la obligación de informar sobre el comportamiento de otros o la censura de la correspondencia que mantenían con sus familias en Japón.
Kawasaki se vio «atrapada» en el Norte pero sabía que se arriesgaba a morir o a terminar a un campo de prisioneros si trataba de escapar.
Así aguantó décadas, durante las que se casó y tuvo cinco hijos, y hasta que decidió huir cuando «las cosas empeoraron» con la llegada de la «gran hambruna» a mediados de los años 90.
«Había montones de cadáveres apilados en las calles, entre ellos niños», afirma la emigrante sobre esa época, cuando el aislamiento económico del régimen y una sucesión de malas cosechas causaron la muerte de millones de personas, según estimaciones internacionales.
Unos 87.000 japoneses «zainichi», a los que se suman unas 6.000 mujeres niponas que acompañaron a sus maridos de etnia coreana, emigraron al Nortedentro del «proyecto de la repatriación», también conocido como el «movimiento del paraíso en la tierra», que fue anunciado por el exlíder Kim Il-sung en 1958 y se prolongó hasta 1984.
Ahora, Kawasaki, con el respaldo de otros desertores y de juristas nipones, han decidido presentar una petición ante la fiscalía de Derechos Humanos de la Corte Penal Internacional (CPI) para exigir responsabilidades a Chongryon, al Gobierno nipón y a otras partes implicadas, como la Cruz Roja de Japón.
Consideran que esta migración masiva, en la que se engañó a los afectados y se les privó de su libertad desde el inicio del viaje, constituye una «violación de los derechos humanos», según la petición que presentó esta semana en la sede del CPI en La Haya (Holanda).
Documentos desclasificados del Ejecutivo nipón muestran que Tokio no sólo permitió la logística de esta repatriación masiva, sino que fue su principal promotor por motivos de seguridad nacional, según la historiadora británica Tessa Morris-Suzuki, autora de un libro y varios artículos académicos sobre el tema.
Este flujo migratorio permitía al Norte ganar mano de obra cualificada, y a Japón, deshacerse de los «zainichi», un grupo de población considerado problemático desde el final de la II Guerra Mundial debido su dependencia de las ayudas estatales o por las sospechas de que fueran comunistas o espías.
Por su parte, Chongryon, que se ha visto envuelta en diversas polémicas por sus vínculos con el régimen, ha negado toda responsabilidad en el «proyecto de la repatriación» y mantiene que se llevó a cabo estrictamente según lo acordado entre Tokio y Pyongyang.
Kawasaki logró escapar del Norte en marzo de 2003 a través de la porosa frontera de China y con la ayuda de un intermediario al que pagó con lo ahorrado durante cuatro décadas, aunque hasta casi un año después no pudo regresar a Japón.
«Todos los desertores pensamos a diario en los familiares que dejamos atrás, y cuyas vidas hemos puesto en peligro», señala Kawasaki, quien confía en que su huida sirva para «lograr algún cambio en el régimen o para que pague por sus actos».