«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Objetivo: cambio de régimen en Teherán (¿Dónde vimos antes esta película?)

Simplificando mucho (pero no mal), los demócratas quieren intervenir en Siria, pero no en Irán, mientras que los republicanos quieren intervenir en Irán, pero no en Siria.

La geopolítica es un juego, aunque no precisamente en su acepción de entretenimiento banal, y el fin último es la dominación del tablero mundial. Todos los conflictos individuales son, en consecuencia, otras tantas partidas en este mismo y único juego.
Apliquen eso al conflicto, ya moderadamente caliente, que enfrenta a israelíes e iraníes sobre suelo sirio.
Israel, naturalmente, no actúa solo, ni ha decidido atacar territorio sirio en una ofensiva como no se veía desde la Guerra del Yom Kippur porque se haya producido un súbito ‘casus belli’, sino porque ha interpretado -correctamente, creo- la retirada de Estados Unidos del tratado nuclear con Teherán como un ‘Delenda est Persia!’, el disparo de salida en la carrera por provocar un cambio de régimen en Irán. La inmediata sucesión en el tiempo no permite otra interpretación.
Para desgracia de iraníes y sirios, toda política es en algún sentido local, y más cuando los actores son democracias que deben responder ante sus votantes. Y aquí vemos una fatal brecha entre los electorados de ambos partidos americanos, demócratas y republicanos, que sin embargo y sin advertirlo se dirigen a un mismo resultado.
Simplificando mucho (pero no mal), los demócratas quieren intervenir en Siria, pero no en Irán, mientras que los republicanos quieren intervenir en Irán, pero no en Siria.
Los primeros recuerdan que su amado Obama ya intentó la ‘primavera siria’ y que llevó tropas al país para derrocar a Assad, por no hablar de que el gran aliado bélico del régimen allí es la (ahora) odiada Rusia, a la que aún muchos suponen cómplice oculto de Trump.
Con Irán, en cambio, Obama firmó el tratado que ahora Trump ha denunciado y que se presentó como un triunfo de la causa de la paz. Los republicanos, por su parte, quieren lo contrario por las mismas razones partidistas.
Y ese es el problema, porque en realidad se trata de la misma guerra: geopolíticamente, destruir Siria es destruir Irán (o desestabilizarlo, al menos) y, sobre todo, destruir Irán es acabar con Siria.
Para Israel, la razón es clara. El país ha vivido cinco guerras importantes en su breve existencia y ha deducido -correcta o incorrectamente- que vive rodeado de vecinos conjurados para destruir el Estado judío y que, por tanto, el mejor medio de sobrevivir, su opción más segura, es neutralizar en lo posible los Estados de la zona. Políticamente, con los países que se pliegan -como Egipto y Jordania- o alimentando ‘primaveras’, guerras civiles o cambios de régimen.
También es claro el motivo para Arabia Saudí y sus aliados del Golfo. Irán, potencia petrolera al otro lado de ese golfo del que se disputan hasta el nombre -Golfo Pérsico/Golfo Arábigo-, es el gran rival, el gran enemigo incluso en la lucha por el alma del Islam, al ser los saudíes, suníes y los iraníes, chiíes.
Y detrás de israelíes y saudíes, por un lado, y de sirios e iraníes, por el otro, están, respectivamente, Estados Unidos y Rusia.
No es, naturalmente, que la Rusia de Putin pueda disputarle el dominio mundial a Estados Unidos. Eso solo son fantasías propagandísticas que no aguantan la menor revisión de la correlación de fuerzas.
Pero el imperio americano, empantanado en numerosos escenarios de guerras interminables, da indicios de agotamiento, y eso sí puede aprovecharlo Rusia para ir minando su poder, con el discreto apoyo tácito del gigante chino.
Los imperios dominan desplegando una imagen de invencibilidad y transmitiendo la percepción de que cualquier desafío a su poder tendrá una respuesta inmediata y devastadora. Por eso cualquier contratiempo bélico, cualquier derrota, aunque sea parcial, cualquier desafío al que no se responda con contundencia debilita su imagen ante el resto del mundo y, por tanto, su primacía global.
Esto le obliga a continuas aventuras bélicas que, a su vez, hacen más probables esas derrotas parciales, en un círculo vicioso que acaba por minar su fuerza.
El drama sobre el que ahora vuelve a levantarse el telón, con Irán como protagonista, repite casi al pie de la letra lo que ya hemos visto en conflictos anteriores. Las brutales sanciones con las que la Administración norteamericana pretende poner de rodillas al régimen de los ayatolás no es, como podría pensarse y como se suele vender, una alternativa a la intervención bélica, sino una primera fase para debilitar previamente al enemigo. Lo hemos vivido ya demasiado a menudo como para poder ignorarlo.
El problema -o uno de los problemas- es que Estados Unidos no se plantea nunca una estrategia de salida mínimamente realista y alcanzable en estas aventuras bélicas en Oriente Medio. Es imposible seguir creyendo, como se vendió tras el inicio de la Guerra contra el Terror, punto alguno de la propaganda vigente hasta entonces, ni el ‘efecto dominó’ de crear ‘democracias’ en la zona, ni el ‘paseo militar’ que duraría unas pocas semanas, ni el ‘nos recibirán con flores’.
Adicionalmente, Irán no es Afganistán, Siria o Libia, ni de lejos. Puede llamar a engaño la guerra que mantuvo con el Iraq de Sadam en los Ochenta, ocho años de conflicto que podrían indicar que las fuerzas de uno y otro eran similares. Pero Irán acababa de concluir una traumática revolución y a Sadam le apoyaba todo el mundo mundial, desde Estados Unidos hasta Rusia. Y aunque el resultado fue, oficialmente, ‘tablas’, la realidad es que ganó Teherán.
Han pasado muchos años e Irán no ha dejado de prepararse en todo este tiempo, por no hablar de que ahora tiene el apoyo ruso. Y tiene, además, la llave del Estrecho de Ormuz, cuyo cierre provocaría una catástrofe en la economía mundial.
En Washington llevan ya décadas preparando minuciosamente la intervención en Irán, y los comentaristas de cámara no disimulan lo más mínimo en sus cálculos bélicos, dando por descontado el duelo final.
La última y débil esperanza, como otras veces antes, es que Trump esté una vez más jugando al despiste, que de sus bravatas salga, como en el caso de Corea del Norte, una paz inesperada o, como en Siria, este comienzo de matón de patio de colegio dé paso a una actitud más negociadora por la puerta de atrás.

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