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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Por qué Trump ha dicho 'Wow!'

El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, con cara de asombro | EFE

La respuesta de Donald Trump al conocer la decisión del Tribunal Supremo de considerar constitucional su tercera prohibición de entreda a Estados Unidos de los ciudadanos de determinados países -Irán, Irak, Libia, Siria, Somalia, Sudán y el Yemen, porque Chad se borró de la lista- ha sido: «Wow!».

Bueno, en realidad se explayó algo más en su comentario, transmitido como es costumbre desde su cuenta de Twitter: «EL TRIBUNAL SUPREMO CONFIRMA EL VETO DE VIAJE DE TRUMP. Wow!».
Se alegaba contra la orden presidencial que tenía una «motivación religiosa», ya que los siete países vetados tienen por mayoritaria la misma religión, el Islam, pero ha sido eso lo que ha rechazado el alto tribunal. La información precisa la tienen aquí. Yo no voy a tratar los detalles. Voy a intentar explicar ese «Wow!» presidencial, tan poco presidencial.
Una tesis que hemos mantenido desde antes incluso de que Trump tomara posesión es que el mismo Establishment que hizo mangas y capirotes para que no fuera elegido, el ‘Estado profundo’ que no ha parado un solo día de conspirar para echarlo de la Casa Blanca o, en su defecto, que no pueda aplicar su programa, ha tenido y tiene en la Judicatura uno de sus bastiones más poderosos.
La independencia judicial funciona en América, en opinión de no pocos observadores, demasiado, hasta el punto de que muchos lamentan la ‘dictadura’ que ejercen los nueve miembros no electos del Supremo (SCOTUS), que funciona a modo de tribunal constitucional. Por eso el más duradero legado que puede dejar un presidente es, en caso de fallecimiento o retiro de uno de los miembros, nombrar un sustituto de su confianza e inclinación.
Los americanos presumen a menudo de su Constitución, y de haber mantenido la misma en sus más de dos siglos de historia, algo que no puede decir -que recuerde- ningún otro país con una Constitución escrita. Pero el secreto de esa longevidad tiene una pequeña ‘trampa’, y esa es que el Tribunal Supremo, su único intérprete legítimo, hace mangas y capirotes con su significado literal cuando le conviene.
Y, naturalmente, se impone. Toda ley u orden ejecutiva debe ser acorde con la Constitución, con lo que el Supremo puede hacerle la vida imposible a legisladores y presidentes cada vez que les venga en gana.
Algunas de las innovaciones políticas de mayor alcance en Estados Unidos han venido de la mano del SCOTUS y su ‘imaginativa’ interpretación del texto dieciochesco, viendo ‘penumbras’ y ‘emanaciones’ (sic) allí donde los redactores no fueron suficientemente explícitos. El aborto, por ejemplo, se convirtió en un derecho constitucionalmente protegido -lo que impide a los Estados regularlo- en una célebre sentencia que se amparó en un supuesto ‘derecho de privacidad’. Si alguien quiere creer que los empelucados redactores del texto previeron semejante derecho, es cosa suya, pero el caso da igual: solo el Tribunal Supremo decide.
Lo mismo sucedió con el matrimanio homosexual. El lobby LGBTI llevaba décadas presionando porque se aceptara, sin éxito. Organizó referenda en una treintena de Estados y el presidente Bill Clinton -¡qué tiempos!- amenazó con una enmienda constitucional para ‘blindar’ el matrimonio exclusivo de hombre y mujer. No salió adelante ni hizo falta, de momento, porque los electores se decantaban mayoritariamente por el «no» Estado tras Estado, incluso en la progresista California.
Bastaba que se aprobara en un solo Estado, porque aunque el matrimonio puede regularlo en principio cada Estado a su manera, todos los demás estados tienen la obligación de reconocer la validez de los contratos concluidos en cualquier otro (esa es la razón, entre paréntesis, de que en muchas películas antiguas se vea a los matrimonios yéndose a Reno a divorciarse, porque las leyes de Nevada facilitaban enormemente el proceso).
Pero, una vez más, el Supremo se ocupó de ser la institución más progresista del país, imponiendo el ‘matrimonio paritario’ a todos los Estados.
Y volvemos a Trump, y a sus dificultades para hacerse con los mandos de la nación. Últimamente la ofensiva había venido de las agencias de inteligencia, pero las mismas investigaciones iniciadas para desenmascarar la supuesta ‘trama rusa’ han dado, de rebote, la excusa para desvelar una conspiración en toda regla de agentes furiosamente antitrumpista haciendo lo que podían por frustrar su presidencia.
Desprestigiada en buena medida la prensa y ‘puenteada’ con las redes sociales -el presidente prefiere comunicarse con su pueblo directamente en Twitter-, y deshecha y revelada la conspiración de los espías, quedaba como inexpugnable fortaleza de resistencia la judicatura y, especialmente, el Supremo, que lo ha demostrado tumbándole dos veces anteriores el mismo intento.
De ahí el «Wow!» presidencial. Trump podría estar leyendo esta sentencia, no que los togados hayan llegado a la conclusión de que no hay motivo religioso tras su orden, sino que empiezan a ceder. La decisión ha sido reñida, 5-4, lo que da una idea de lo dividido que sigue estando el SCOTUS. Sea o no así, lo cierto es que, visto desde esa perspectiva, se trata de una victoria no menor para el presidente.

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