Nacióen Okopy, Polonia, en 1947. Juan Pablo II habló de él como de “un gran europeo”, quizá porque no fue sólo en Polonia -sino en medio mundo- donde el comunismo se derrumbó apenas cinco años después del martirio del sacerdote.
El sacerdote Jerzy Popieluszko es también un icono de la resistencia anticomunista y un héroe nacional polaco, porque la vocación religiosa y el celibato no significan una renuncia obligada a participar en lo público, ni conlleva un voto de silencio ante las injusticias del poder, ni mucho menos la obligación absurda de mantener la equidistancia entre verdugos y víctimas, como algunos pretenden para limpiar sus conciencias o sus biografías.
Y eso que Popieluszko -como casi todos los buenos- no tenía ninguna vocación política. Era un joven profundamente religioso, que recibió con júbilo su ordenación sacerdotal en 1972 y que estaba dispuesto a desempeñar su ministerio con toda discreción.
Pero no fue posible porque Polonia vivía convulsionada y necesitaba de los mejores para poder cambiar la historia. En 1980 el régimen comunista trataba de silenciar las protestas de los huelguistas, atrincherados en una fábrica de acero a las afueras de Varsovia. Los obreros pidieron un sacerdote para que les asistiera en lo que presumían iba a ser un largo encierro, y la jerarquía mandó al padre Jerzy. El joven cura no tardó en sentir que su misión estaba al lado de aquellos desamparados, los proletarios a los que en teoría había venido a libertar el marxismo. Por eso se convirtió en el capellán del sindicato Solidaridad, la organización que lideraba Lech Walesa y que estaba llamada a ser una de las primera rendijas por la que empezó a resquebrajarse el Muro.
La imagen del sacerdote junto a los obreros, enfrentados juntos a la policía, representaba la realidad del paraíso socialista, y toda una metáfora sobre el papel que la iglesia polaca iba a representar ante el derrumbe de esa ideología, a pesar de que no pocos religiosos, en otros lados del mundo, dialogaban o directamente colaboraban con los soviéticos.
Ejerciendo como capellán de Solidaridad, estaba siempre al lado de los detenidos y los encarcelados, animando a sus familias, denunciando las injusticias. Mientras crecía su popularidad aumentaba también el peligro, sobre todo desde que empezara a celebrar las “Misas por la Patria” en su parroquia de San Estanislao de Koxtka.
Las homilías de esas eucaristías -retransmitidas clandestinamente por radio- se convirtieron en un dolor de muelas para el régimen del general Jaruzelski. En ellas se rezaba por una Polonia libre, y también se pedía “por todos aquellos que están aquí por motivos profesionales”, para que ni siquiera los espías comunistas quedaran al margen de la celebración.
En el orweliano 1984, tras dos años de duro hostigamiento por parte de la policía y del servicio secreto, la jerarquía polaca pensó que lo mejor era enviarle a Roma. Contra el sacerdote se habían lanzado acusaciones inventadas, se le detenía a menudo e incluso trataron de matarlo simulando un accidente de tráfico, del que se libró por muy poco. Pero Popieluszko -que nunca había solicitado aquel puesto de primera línea- tampoco quiso renunciar a su labor en el momento en que las cosas se estaban poniendo más que feas. Cuando su obispo le aconseja marcharse, le responde que sólo se irá si se lo manda, por estricta obediencia. Para el prelado “la situación era dramática”, porque los dos sabían el peligro en el que estaba, pero el obispo no le podía ordenar que huyera porque “me habría convertido en un colaborador del régimen”.
Hace ahora treinta años, el 19 de octubre de 1984, fue secuestrado por tres oficiales de la policía comunista. Le ataron y golpearon salvajemente, para arrojarle después al río Vístula. A pesar de las amenazas del aparato del poder, a su funeral acudieron más de quinientas mil personas, y desde entonces alrededor de veinte millones de peregrinos han visitado su tumba. El 6 de junio de 2010 fue beatificado por Benedicto XVI.