Lo escuchaba, era solo un niño, en la COPE de Antonio Herrero, en los días en que era el sociólogo de España. Más tarde, yo andaba a punto de saltar del colegio a la universidad, pude conocerlo en una conferencia en Galicia. Lo abordé al terminar, mientras caminaba hacia la salida del auditorio, con un manojo de carpetas, con esa pose tan característica suya de académico americano, de raza de cátedra, que le acompañó toda la vida. «Mi libro», le dije, tendiéndole unos folios prendidos con un canutillo, «quiero estudiar Sociología por usted y quiero ser escritor». Se detuvo, tomó los papeles bajo el brazo, sonrió como él lo hacía, y me preguntó: «¿Te da miedo el folio en blanco?». Negué con la cabeza. «Serás un buen escritor». Y se largó tras estrecharme la mano.
En 2014, ya nos conocíamos bien, que habíamos compartido tertulias en televisión y otras hazañas, tuve la suerte de ser su presentador en una conferencia que ofreció en el Foro La Región de Orense. Entonces conté esta misma anécdota y añadí: «Supongo, Amando, que tiraste mis papeles en la primera papelera antes de llegar al hotel, y no te culpo por ello». Se partía de risa. «Lo cierto es que a mí me hiciste creer que no, sólo con el ademán de respeto al crío que te hablaba tan serio, tan soñador, tan aventurero». «Hay quien de niño intercepta futbolistas para que le firmen un autógrafo», dije al auditorio, «yo perseguí a Amando de Miguel. Pero os diré algo: vuestros futbolistas están retirados y mi sociólogo sigue aquí, en Primera División». Amando de Miguel, que venía de anunciar unos meses atrás públicamente su difícil y conmovedora situación económica, se emocionó unos instantes como nunca lo había visto antes, y el público estalló en una larguísima ovación.
Más acá en el tiempo, el pasado 23 de junio, me escribió: «Admirado Itxu. Sigo con deleite todos tus artículos. Me pregunto si conoces una obrita que escribí hace algún tiempo: El poder de la palabra (lectura sociológica de los intelectuales en los Estados Unidos)”. Creo que no la ha leído nadie. Sospecho que tú eres una de las pocas personas en España que le podría sacar algún jugo». Sabedor de mis artículos semanales en Estados Unidos, me quería hacer llegar un libro que yo podía disfrutar. Su humildad, siempre por encima. ¡Tantas veces le he escuchado hablar de sus «obritas» cuándo eran una maravilla, un lujo! Y la pizca de ironía enredada en una hipérbole: «No la ha leído nadie». Le contesté. No se acordaba, pero traté de encontrar ese libro años atrás y, como tantas otras veces, tuvo la gentileza de conseguírmelo y enviármelo; como cuando diez años antes, por mi cumpleaños, compinchado en secreto con mi familia, me consiguió su Manual del perfecto sociólogo, tan descatalogado, que yo había perdido, y que tenía gran valor sentimental para mí.
Se alegró de que tuviera ya su antiguo libro, una investigación riquísima sobre la evolución de la prensa conservadora americana, y le avancé también que había firmado mi primer contrato editorial en los USA, que me estrenaría en otoño. Se alegró con esa sinceridad tan particular con la que solo se alegra el buen maestro: «Me das varias alegrías. Tener ya El poder de la palabra y sobre todo publicar directamente en Estados Unidos. Es toda una hazaña, vaya, como poner una pica en Flandes«. Volvió a recordarme que no sale ya de casa, que seguiría en adelante con la «táctica del caracol», como la llamaba. Terminaba su correo con «adelante con los faroles». Tiene su coña que vayan a ser esas y no otras las últimas palabras que me dedicó, porque de alguna manera representan todo lo que siempre admiré de él.
No he querido hoy glosar al inmenso intelectual, al divulgador de oro, ni siquiera su papel crucial —nunca reconocido— en la entrada de la Sociología, esa novedad americana, en España. Yo quise ser escritor y apoyarme en la Sociología porque me encantaba su manera erudita y precisa de comprender la sociedad española y explicarla en la radio. Duré cuatro meses en la facultad porque allí no había nadie ni levemente parecido a Amando de Miguel, aquello era un circo sectario de extrema izquierda, y me largué a la UNED, donde mi primer profesor fue Tezanos, esa es otra historia, pero me consolé en mi carrera leyendo la interminable colección de obras de nuestro ya añorado sociólogo.
Amando de Miguel vivió en plenitud. Sus memorias lo confirman. España casi nunca lo trató con el respeto merecido. Pero en todas sus acciones había una lección: últimamente, si en Libertad Digital nos enseñaba la gramática y las dudas del lenguaje que tan maravillosamente conducía, en La Gaceta nos enseñó, en el atardecer de sus días, a analizar la actualidad con la sonrisa desapasionada del científico, él, precisamente, que tenía un corazón gigante, que sabía amar con la sonrisa.
Mi gratitud, en fin, no cabe en un artículo. Mi admiración, por supuesto, tampoco. Pero creo que él no me negaría esto: la obra de quien se va, cuando es tanta y tan extraordinaria, más que un consuelo, es un premio; lo es. Es un orgullo para todos los españoles.
Gracias, por encima de todo, Amando, por tu generosa amistad. Y adelante con los faroles, pero para que brille para ti la luz perpetua.