Hemos muerto. Hemos muerto achicharrados. Estábamos avisados. Ya no los había dicho Ione Thunberg o Greta Belarra, no me acuerdo. Desde que estoy muerto la sesera me funciona fatal. Después de tantas predicciones fracasadas, ha ocurrido el deceso universal. Lo cierto es que, tras cambiar en todos los informativos los mapas de temperaturas de verde a rojo para las mismas cifras, la catástrofe estaba al caer. Y ha caído cuando menos lo esperábamos. Así es el fútbol y el apocalipsis. El mundo se acabó el pasado lunes 3 de julio. Descansemos todos en paz.
La encargada de dar la noticia de la defunción planetaria, la Arias Navarro del clima, ha sido la calentóloga —con perdón— Friederike Otto, del Grantham Institute for Climate Change and the Environment, que en español significa Grantham Chiringuito de Veganos y Comunistas.
El martes, mientras todos chapoteábamos en la piscina, la señora Otto pronunció su escueta y solemne despedida coral, instantes después de corroborar oficialmente que el 3 de julio fue el día más caluroso de la Historia: «Es una sentencia de muerte». Apenas tuvimos tiempo de objetar. Además, por si no había quedado claro, por si no había resultado lo bastante mustio su anuncio de inminente colapso planetario, añadió: «No es un hito que debamos celebrar». En otras palabras, la señora Otto decidió desmentir la célebre cita sabinera «que el fin del mundo te pille bailando».
Junto a los chicos del Grantham, otros grandes calentadores de conciencias se han pronunciado en idénticos términos, danzando en las postrimerías del calor extremo. Entre ellos, no podían faltar a la fiesta del apocalipsis los de la ONU, cuya agencia meteorológica siempre está al quite, prediciendo más veces el fin del mundo que Nostradamus y La La Love You juntos.
Es probable que la ONU diagnostique el asunto del clima con la misma precisión, audacia y oportunidad, que los disturbios en Francia: cuando los inmigrantes y exaltados comenzaron a quemar el país y desatar la violencia, el organismo que preside Guterres decidió cumplir su papel de pacificador internacional, exigiendo el inmediato cese de la violencia… de los policías franceses, y también que dejaran de ser tan racistas.
Lo bueno de haber muerto achicharrados es que hay algunas políticas que se han quedado obsoletas. Dado que no hemos sido capaces de salvar el planeta, ni de preservar la especie humana, ni el medio ambiente, carece de sentido mantener cerrado el tráfico en el centro de las grandes ciudades. Ya que estamos muertos, al menos evitemos los atascos, y dejemos de jugarnos la vida en patinete en medio de un montón de gente que llega tarde a trabajar.
Por otra parte, contraviniendo el principal empeño de los calentólogos de Grantham, que es que nos volvamos veganos, es hora de que pongamos en brasa viva nuestras barbacoas, que ya podemos asar las chuletas más grandes de la historia —desde que se tienen registros— sin cargo alguno de conciencia.
Si todavía no te habías pasado al coche eléctrico estás de suerte, porque ya no será necesario que te compres uno de esos trastos que nadie vende, porque nadie quiere, por más que los políticos quemen y quemen euros en intentar promover ficticiamente su comercialización. De igual modo, podemos echar abajo los molinillos y cambiarlos por bosques de verdad, porque en los planetas difuntos no hay ecosistema que conservar, como bien solía decir Alf cuando hablaba con contenida melancolía sobre Melmac.
Ya no es necesario que seamos sostenibles, porque ya nos hemos vuelto insostenibles: con suerte, las bolsas del supermercado dejarán de romperse antes de doblar la esquina. Y también podremos pedirles a los políticos que se metan por la raíz cuadrada de pi las tasas verdes porque, desoyendo a Guterres, no hemos «actuado ya», no a tiempo, y como dice Otto la «sentencia de muerte» ha llegado y ahora en vez de polvo enamorado somos ceniza.
No sé qué harán ustedes, pero yo voy a celebrar mi día uno después de muerto yendo a darme un chapuzón a la playa, con un cubo de cerveza fresca, y contemplando con distante indiferencia los ataques de ansiedad ecológica de los zombies del clima y de los vampiros de la subvención sostenible.