Veo cada vez más vídeos de ciudades españolas en los 80, los 90 y hasta los 2000. Los suben a redes muchos usuarios con la pregunta: «¿qué ves diferente?». Y no hace falta ser asquerosamente perspicaz para descubrir que, por el centro de las grandes ciudades de España, no hace tanto, circulaban esencialmente españoles. Hoy es casi imposible determinar quién demonios es toda esa gente.
Como en todos los proyectos de ingeniería sociológica, la rana se cuece despacio. Nadie ha podido discutir si queríamos cambiar de identidad, y hemos traicionado también a los que se han venido aquí desde fuera a empezar una nueva vida, porque de algún modo les prometimos que podrían venir a España. España, al igual que Francia o Alemania, no es sólo un decorado. Es también una historia, y la historia está en las gentes, en los ancestros, en los lazos de sangre, y finalmente, como un sello, en las piedras. La identidad de un pueblo, en fin, pervive en el alma de sus ciudadanos, no en una calle o un monumento; el resto es simplemente historia, o incluso ciencia ficción, como cuando nos referimos a civilizaciones ya desaparecidas.
La llegada de cientos de miles de inmigrantes legales no debería suponer un problema en un país cuya demografía huye por el sumidero de la esperanza, pero quienes han tenido la capacidad de decidir sobre el asunto durante años no han tenido el menor interés en atraer a gente que venga a cubrir una demanda. Lo que se ha premiado una y otra vez es la entrada ilegal, el ciudadano improductivo, y el aislamiento cultural que, por desgracia, a menudo viene acompañado del aislamiento moral, cívico y a veces legal.
Para alcanzar sus perniciosos objetivos, ya desde tiempos de aquel ministro Caldera de la estúpida regularización masiva, nuestros gobernantes no han dudado en emplear una y otra vez el argumento sentimental, ya que el de la justicia es difícil aplicarlo cuando exiges más cosas a los inmigrantes que vienen a regularizarse y trabajar que a los que vienen sin papeles, saltándose la ley en la frontera, y buscando aprovecharse del Estado del Bienestar al que no están dispuestos a contribuir.
El argumento sentimental, el drama humano, de la inmigración que afecta a España es una inmensa trola, en la que saben que la gran mayoría de la nación, que aún no ha se ha desprendido del todo de su herencia cristiana, va a abrazarse a la misericordia y olvidar cualquier otro argumento. Pero el verdadero drama es que nuestros gobernantes institucionalicen el tráfico de seres humanos y premien a las mafias una y otra vez, al tiempo que castigan a quienes vienen aquí a trabajar, y por supuesto exprimen, desprecian y escupen a los ciudadanos españoles desde su más tierna edad.
También yo tengo mi argumento sentimental para despreciar a todos los que desde España y Europa han logrado convertir las grandes capitales europeas en una selva sin ley bajo la inmensa farsa del multiculturalismo y la gilipollez suprema de Zapatero y su alianza de civilizaciones. Y mi argumento sentimental es que me gusta ver españoles en España, franceses en Francia, alemanes en Alemania, y marroquís en Marruecos. Si cada una de estas naciones tardaron siglos en forjarse una cultura y rasgos identitarios propios, a través de generaciones y generaciones, la pasajera manada de políticos irresponsables que está ahora al mando no tiene el menor derecho a romperlo todo. Y menos aún si el objetivo, por supuesto, no tiene nada que ver con la caridad, y sí mucho que ver con la dominación ideológica y el control de masas.
Mi argumento sentimental, en fin, es que me entristece comparar las imágenes de ayer y hoy, porque la acogida masiva de inmigrantes ilegales no sólo ha cambiado el paisaje, sino que no ha beneficiado a nadie, ni siquiera por supuesto a los inmigrantes que dicen querer salvar, como si hubiera alguna nación europea capaz de acoger a todos los desfavorecidos del mundo y hacerlos de pronto favorecidos por arte de magia.
Quienes nos ha robado la estética de las pacíficas calles de ayer, nos están robando también la seguridad, la libertad, la cultura, y una parte no menor de nuestro dinero, en ayudas que en buena lógica, si hay que elegir, daríamos primero a nuestros propios necesitados y después a los demás; de igual modo que uno ayuda antes a la familia que a un desconocido, como está quedando claro en la actual trama de corrupción del Gobierno.
Aquellos a los que atraen con su irresponsable efecto llamada, no sólo no han mejorado sus vidas aquí, sino que se van encontrando poco a poco aquello de lo que se supe que huían. Un éxito sin precedentes. De hecho, el más estúpido y suicida de los éxitos del bipartidismo español.