Vayamos por un momento al cine para recordar el Gladiador dirigido hace ya un cuarto de siglo por Ridley Scott y protagonizado por Russell Crowe. En su conversación final antes de morir, el emperador Marco Aurelio le pregunta al general Máximo sobre los motivos para vivir y luchar:
–No creo que los soldados hayan combatido y muerto por nada. Han combatido por ti y por Roma.
–¿Qué es Roma? –le pregunta el desilusionado emperador.
–He visto mucho del resto del mundo –responde el general–. Es brutal, cruel y oscuro. Roma es la luz.
En palabras de un hombre del siglo XXI, a lo que se apuntó el hispano Máximo es a la lucha de la civilización contra la barbarie.
Sigamos en el cine. La traducción que el poeta inglés Robert Browning hiciera en 1877 del Agamenón de Esquilo le sirvió de inspiración un siglo más tarde al dramaturgo Terence Rattigan para escribir el drama La versión Browning, llevado a la pantalla en dos ocasiones. La primera en 1951 con un extraordinario Michael Redgrave, padre de Vanessa, en el papel del severo y fracasado catedrático de lenguas clásicas. En la segunda, casi medio siglo posterior, el papel protagonista corrió a cargo de Albert Finney, que consiguió no quedar mal en la comparación. Hay detalles que cambian entre una película y otra, como algunos párrafos del discurso final del erudito arrepentido por su inhumanidad:
–¿Cómo vamos a modelar seres humanos civilizados si ya no creemos en la civilización?
Si estas palabras se pronunciaron en 1994, ¿cuáles no podríamos pronunciar treinta años más tarde? Porque, como bola de nieve, la caída de Occidente hacia la barbarie se acelera cada día que pasa.
En los primeros días de este nuevo año falleció Jean-Marie Le Pen, el histórico dirigente del Frente Nacional francés, primer partido europeo en enarbolar, hace ya muchas décadas, la bandera contra el suicidio inmigratorio. Miles de enemigos suyos no dejaron pasar la oportunidad de festejarlo con risas, cánticos, fuegos artificiales y champán. De nada sirvió que Bruno Retailleau, ministro del Interior, afirmara que esas manifestaciones de júbilo por la muerte de un hombre eran vergonzosas.
Le Pen, como otras figuras históricas que gozan del privilegio de provocar la furia cobarde de los necrófilos, sigue siendo perseguido más allá de la muerte: tres semanas después de su fallecimiento, su tumba ha sido violentamente profanada. Retailleau ha vuelto a ser contundente en su condena: «La degradación de la tumba de la familia Le Pen es una absoluta abyección. El respeto a los muertos es lo que distingue la civilización de la barbarie».
Pero las que parecen surgidas del fondo de la Francia eterna fueron las de su nieta Marion: «Habéis destruido la tumba de nuestros ancestros. ¿Pensáis, quizá, que nos rompéis el corazón, que nos intimidáis, que nos desanimáis? Pero nuestra respuesta será enfrentarnos a vosotros siempre, y con más fuerza, generación tras generación. Nuestra determinación estará a la altura de vuestra infamia».
No se sabe quién o quiénes han sido, y probablemente nunca se sabrá. Pero da igual. Da igual la ideología, la proveniencia y demás circunstancias de los profanadores nocturnos. Da igual si son blancos, negros, marrones, verdes, rojos o amarillos. Da igual si se trata de bárbaros de fuera o de bárbaros de dentro. Porque todos ellos nutren las filas de la barbarie, de esa barbarie que se disfraza de progresismo, libertad y bondad.
Ésta es la elección que Occidente, este Occidente que conserva muy poco de las virtudes de los hombres de Agamenón y Marco Aurelio, habrá de hacer cuanto antes: o civilización o barbarie. Vayan eligiendo bando, pues con un poco de suerte la batalla final no se hará esperar.