Una ola de estupidez cruza España de extremo a extremo. Serán los frutos ya de las generaciones criadas a los pechos del anterior presidente socialista, de cuyo nombre no quiero acordarme, o será consecuencia de nuevas hornadas formadas entre el ocaso de la televisión y la nueva era TikTok, la secta del bailecito y la consigna de autoayuda de AliExpress. No lo sé. Pero mira alrededor un instante: memos, lunáticos, idiotas comunes, tontos hasta las tres, y mamoncetes de sólida trayectoria en lo suyo y diversa consideración, nos acosan, invaden espacios públicos y privados, y dominan el discurso en la calle. Y lo que es peor: dominan el discurso, pero también las maneras, los usos y costumbres.
Hace un par de días presencié una de tantas riñas de tráfico —nada me da más pereza—. Ya sabes aquello de Dave Barry: «Lo único que une a todos los seres humanos, independientemente de su edad, género, religión, situación económica, u origen étnico, es que, en el fondo, todos creemos que somos mejores conductores que la media». Esto provoca una cierta rigidez para asumir el error propio. En este caso, una mujer había cometido una imprudencia y había estado a punto de causar un accidente, y un conductor gordo y sudoroso se lo recriminaba. No hicieron falta más de dos intercambios de opiniones, al instante ella blandió su dedo por la ventanilla y sentenció henchida de odio: «Te voy a denunciar, soy mujer y te voy a denunciar y te voy a joder la vida». Precioso. Óleo sobre lienzo. La España posmoderna del progreso y la concordia.
Obviamente, no lo hará, no va a denunciar. Pero el detalle es menor. El detalle mayor es la creciente marea de enajenados por los diversos virus del intelecto progresista que se filtran por los poros de la conversación pública, de la juerga política, de la cloaca universitaria, de las mil caras del wokismo corporativo oficial, que, a propósito, está arruinando absurdamente la imagen y el prestigio de marcas que se lo ganaron con muchos años de hacer las cosas bien.
Quizá es porque estoy teniendo una semana poco sedentaria, sin parar de correr aquí y allá, pero no he dejado de encontrarme idiotas sacando a pasear su estupidez, sus estúpidos argumentos, y sus estúpidos comportamientos, por todas partes y en cualquier lugar.
Uno de mis pasatiempos es rastrear el origen de las ideas tontas, y con asombro descubro a menudo que su génesis suele ser aún más tonto. El problema, en fin, no son las ideas basura, sino su capacidad para anidar en personas cuya formación escasea por todas partes, y que lejos de asumirlo, redoblan la apuesta de estupidez empleando el arma arrojadiza de la soberbia. Sin la soberbia, la estupidez no tendría futuro.
Para aquellos que están librando la batalla cultural, la expansión de la estupidez media entre los españoles supone un inconveniente extra. No se trata de tener razón, sino que también hay que lograr entrar en la cabeza de personas, muchas personas, que no se rigen por parámetros normales, que han abandonado por completo el sentido común, y que creen firmemente que hay cincuenta sexos en la naturaleza. ¿Qué se puede hacer? Sobre todo si tenemos en cuenta que agitarles previamente la cabeza para que caigan las bellotas, no es una opción.
Supongo que, en primer lugar, debemos asumirlo. La estupidez domina España mucho más de lo que nos gustaría. Y a menudo luchar contra la estupidez es más difícil que batallar contra la maldad. En segundo lugar, será cuestión de encontrar la manera menos hiriente de transformar ideas complejas en simples sin pervertirlas, pero de un modo que hasta el más tonto pueda entenderlas. Y, en tercer lugar, no ceder ni un milímetro ante las ideas estúpidas, que son siempre facilonas, cuentan con gran respaldo popular, y generan una peligrosa adicción.
Una nación bella, próspera, y repleta de gestas, genios e historias brillantes no puede caer en las manos de la estupidez. Hay que luchar contra eso como si fuera una plaga, porque lo es. Con todas las armas. Y, por supuesto, no desesperarnos. Recuerdo ahora lo que cantaba Santi Santos: «No hay ningún molde para conseguir estar feliz / cada imbécil tiene su propia forma de sonreír». Cada imbécil, en fin, tiene su propia mochila de estupidez. Yo, por suerte, como cantaba el mismo autor, «aún puedo soportar mi estupidez». Lo de soportar la de los demás, confieso, lo llevo peor.