Cuentan que Agustín de Foxá, que era diplomático de carrera pero no de espíritu, partió destinado a ultramar hablando de «Hispanoamérica» y regresó diciendo «Latinoamérica». Cuando le preguntaron acerca del motivo de ese cambio contestó que lo hacía «para repartir responsabilidades».
La Iberosfera, sin embargo, es un feliz hallazgo sobre el que muchos inquieren con un poco de mala fe, exigiendo la definición jurídica exacta, el matiz sociopolítico que les saque del descreimiento y la ceja arqueada.
La Iberosfera es una atmósfera de palabras y tradiciones comunes, octosílabos y guitarras de seis cuerdas donde Dios nos cría y Cervantes nos amontona. Es un salmón a contracorriente de una época. Es Calamaro de rola y oro, de medialunas y porras.
El porteño sortea la inflación gaucha en Madrid. Para Andrelo, conversador desordenado y desbordante, la vida es una tertulia legendaria en el café Varela de Valle-Inclán, ahora que nosotros tenemos un trocito de Arroyo 872 en el Born.
Calamaro toma unos mates con Juan Grabois —candidato kirchnerista—, es amigo de Morante, «el Picasso del toreo» o declara que va a votar a VOX y parece Jesús almorzando con publicanos y pecadores. Tiene que explicar que él se junta con todos, que reconoce como un privilegio sentarse en mesas de toreros o de bandidos de los barrios del tango. Lo aprendió de su viejo, Eduardo, quien trabajó para repatriar a Alberti, militó en el desarrollismo y en cuya familia hablaban montonero.
Pensaba en los 90 que ser músico era equivalente a ser un buen chico de izquierdas, votó a Anguita en su día, pero se mudó de barrio. Andrés tiene diferencias éticas y estéticas con décadas pasadas, y está bien que así sea. Cuando la zurda se le antoja una aristocracia de ricachones biempensantes, ésta le echa al cajón de Sabina y le afea la conducta sugiriendo que conoce el precio de la merca rosarina. El Salmón prefería la crítica musical, a pesar de que lograba mermar el ánimo de la banda, a la cancelación progre, que resulta rancia, plasta y liberticida.
El felipismo definió a Calamaro como un ácrata de derechas y a él le produce morbo un Milei disruptivo, que no prohíba las corridas de toros y baje los impuestos.
El Calamaro abstemio no beberá Fernet en la plaza de Sevilla, la Jerusalén tauromáquica, tiene una novia «milenaria» y una mamá que fue centenaria. Canta una cumbia con Los Palmeras, un grupo verbenero de Santa Fe y dice que fue como tocar con Rolling Stones. La grandeza del genio se hace carne en la humildad del artista.
Los Rodríguez parecían argentinos en el exilio. Pero pasó el tiempo, Luis Ventoso le editó un par de Terceras en ABC y ahora Andrés, a los 61, explica España, como un poeta, de la Pampa a la Puna. De la Patagonia al litoral. Aunque aquí le van faltando los amigos. En poco tiempo ha despedido a Escohotado, Quintero y Sánchez Dragó.
Tengo el Whatsapp de Calamaro desde antes de que me interesara algo más que las canciones de Calamaro. Mi idilio rioplatense nace con la columna que publico mensualmente en El País de Uruguay y lo espolea un latido común, que no gozará de marco jurídico reconocido, pero que tiene sístoles en la música de Charly García y diástoles en los versos de Idea Vilariño. Que vibra en longitudes de onda de frecuencias parecidas.
Tengo el Whatsapp de Calamaro porque le he enviado una entrevista que debe haber guardado, y olvidado, en el fondo del placard del cuarto de invitados. De vez en cuando le comento una faena taurina. Me responde, afable y educado, sin tener ni idea de dónde he salido.
Lo hago en nombre de la parte de la Iberosfera que, en nuestra juventud, nunca escuchamos Mi enfermedad en la voz de Fabi Cantilo.