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Abogado. Columnista y analista político en radio y televisión.
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Cantar para salvarnos

30 de junio de 2021

El año que viene Casablanca cumple 80 años. El largometraje de Michael Curtiz protagonizado por Humphrey Bogart e Ingrid Bergman se estrenó el 26 de noviembre de 1942 en el Hollywood Theatre. Era difícil no quedarse prendado de esta historia que mezclaba amor, intriga, aventura amistad y heroísmo. Rick (Bogart), el estadounidense dueño del café más famoso de Casablanca, oculta un pasado algo oscuro -sabemos que suministró armas a la II República Española de modo que andaba en tráficos turbios- pero tiene el corazón en su sitio. Ilsa se desgarra entre dos hombres a los que ama y que, a su modo, encarnan dos formas de heroísmo que, al final, resultan estar muy próximas. Hay una amistad inquebrantable entre un hombre blanco y uno negro. Hay cafés abarrotados y los personajes fuman en la pantalla. Hay nazis siniestros, emigrados rusos y hasta una guitarrista que entona «Tango delle Rose». En estos 102 minutos de cine no falta nada. 

En una de mis escenas favoritas, un grupo de oficiales alemanes están cantando “Die Wacht am Rhein”, una canción patriótica del siglo XIX que, de hecho, era casi como un segundo himno durante el III Reich. Rick y Victor Laszlo (Paul Henreid), valiente opositor checoslovaco prófugo de Europa y esposo de Ilsa (Bergman), se están enfrentado por ella en un despacho cuando oyen las voces de los soldados. Vociferan ellos solos como si fuesen los dueños del local. Laszlo sale y ordena a la orquesta del café que toque “La Marsellesa”. Todos los clientes se van sumando puestos en pie. Conviene recordar que la pieza compuesta por Rouget de Lisle en 1792 estuvo prohibida en Francia durante la Ocupación. Cantarla era plantar cara al invasor. Al final, las voces de la mayoría -esa galaxia de desterrados, perdedores y fugitivos- terminan acallando a los nazis. 

Así se ganan las guerras culturales: afirmando lo que somos frente a lo que otros quieren que seamos.

Uno vuelve a “Casablanca” como se regresa a los libros sagrados o a Homero

En 1942, la II Guerra Mundial no estaba aún decidida. Cuando se estrenó nuestra película, hacia pocos meses que un comando checoslovaco había matado a Reinhard Heydrich, Reichsprotektor de Bohemia y Moravia y uno de los tipos más peligrosos de la historia de Europa. La batalla de Stalingrado estaba en su punto álgido. Los franceses libres habían vencido a los alemanes y los italianos en el oasis de Bir Hakeim ganando un tiempo precioso para que los británicos se reagrupasen en El Alamein. En octubre de aquel año, el Eje sufriría su primera gran derrota. En el Pacífico, acababa de librarse la decisiva batalla de Midway, pero la victoria sobre el Imperio Japonés estaba aún muy lejos. “Casablanca” se convirtió en un símbolo de la defensa de la libertad frente a la tiranía. 

Tal vez por eso, son muchos los jóvenes que, en mi experiencia, apenas han oído hablar de ella. Todavía son menos quienes la han visto. No me sorprende, pero sí me preocupa. Uno vuelve a “Casablanca” como se regresa a los libros sagrados o a Homero, valga la redundancia: no para ver qué dicen, sino porque eso que dicen arroja luz sobre cualquier momento de la vida y ha sobrevivido a la prueba del tiempo. Cuando Yuval Noah Harari y Paulo Coelho languidezcan en alguna estantería, el poeta ciego seguirá teniendo algo que decirnos. 

Cuantos más autores se trate de silenciar o de sumir en el olvido, más se han de leer sus obras

Pero volvamos a nuestro café de Casablanca porque esa batalla de símbolos es la que se libra hoy en Occidente. Por doquier se escucha la cantinela de las políticas de la culpa y el resentimiento. Se acusa a nuestra civilización de todos los males de la humanidad. Se derriban monumentos. La última víctima, hace pocos días, fue la estatua de Colón en Barranquilla. Se “cancela” a filósofos y a escritores. Se reescribe la historia para adaptarla a un relato que tranquilice la conciencia de las élites progresistas.

Frente a eso, debemos plantar cara. Cuantos más autores se trate de silenciar o de sumir en el olvido, más se han de leer sus obras. Cuanto más se ataque la razón en aras del emotivismo, más se tiene que afirmar la racionalidad por encima de la sensiblería. Aquí gana el que canta más alto, sí, pero sobre todo el que canta para recordarnos quiénes somos. “La Marsellesa”, en ese momento, evocaba el espíritu de la libertad frente a la tiranía nazi. En ella resonaban las hogueras de libros en Alemania, la resistencia polaca dentro y fuera de la patria, la Francia de Bir Hakeim y del “ejército de la noche”, la Checoslovaquia de Jan Kubiš y Jozef Gabčík, el Londres de pie durante el Blitz y tantos otros lugares que ahora debemos recordar. 

Las guerras culturales no se ganan con retiradas ni aceptando falsos consensos. Desde el Derecho hasta las industrias culturales, hay una ofensiva para que Occidente acepte las culpas que le quieren imponer. Por supuesto, no se trata de hacer justicia, sino de intentar deslegitimar una civilización construida sobre los fundamentos que las élites progresistas necesitan derribar: la dignidad del ser humano, el valor de la libertad, el heroísmo individual y todas esas cosas que un grupo de aparentes perdedores salvó una noche en Casablanca hace casi ochenta años cantando un himno prohibido.


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