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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Castro: el hombre que mató al Che

29 de noviembre de 2016

Paradójicamente, fueron los norteamericanos los que echaron a Fidel Castro en manos del comunismo. Hasta el momento en que entraron en La Habana nadie pensaba que Castro fuese comunista. De hecho, en enero de 1959 Kruschev creía que Castro era un agente de la CIA (eso le había informado el KGB a partir de sus contactos cubanos).

Pero en abril de 1959, Castro había visitado Washington, y Eisenhower había rehusado entrevistarse con él. El desprecio del presidente estadounidense generó el odio del guerrillero cubano, que jamás lo olvidaría.

La verdad es que Castro -Fidel- no era comunista ni lo había sido jamás. Si llegaría a serlo o no, es harina de otro costal. De lo que no cabe duda es que se convirtió en un comunista de conveniencia; en muchas naciones del tercer mundo, el comunismo fue una vía de liberación nacional y social fundamentalmente útil y eficaz frente a la dominación colonial (europea) o neocolonial (norteamericana). Ese carácter oportunista de Castro lo refleja de forma demoledora la anécdota que protagonizó con Kruschev cuando, queriendo exhibir su dominio del universo marxista, aseguró a este que su libro de cabecera era “Diez días que conmovieron al mundo”. Un rictus gélido congeló los rostros de la delegación moscovita: el libro de John Reed estaba prohibido en la URSS desde hacía tres décadas (“no muestra el papel central de Stalin en el trascurso de la revolución soviética”, fue la razón oficial en los años treinta). 

Como quiera que sea, el desprecio de Washington motivó que, en febrero de 1960 Kruschev decidiera enviar una misión a Cuba encabezada por Mikoyán. Comenzaron entonces los contactos en firme entre La Habana y Moscú. La chapuza norteamericana de Bahía de Cochinos en abril del año siguiente empujó definitivamente a Fidel Castro a proclamar el carácter socialista de la revolución cubana.    

A partir de entonces, la URSS sustituyó el mercado norteamericano con la compra de 425.000 Tm de azúcar, que ascendería a un millón de Tm anuales los siguientes cuatro años. Las compras de azúcar fueron incrementándose año a año, y las condiciones del crédito brindado por Moscú eran inmejorables. El desequilibrio comercial carecía de importancia para La Habana por cuanto la URSS permitía las formas de financiación más favorables para los cubanos.

Durante todo ese tiempo, Cuba gozó del estatus de nación favorecida a los ojos de Moscú. Poniéndose, pues, en manos de los soviéticos, es como pudo sobrevivir la revolución cubana.

Guevara

El que Castro no fuese originariamente comunista no quiere decir que la revolución de 1959 no tuviera en parte ese carácter. En ella destacaron algunos guerrilleros que sí eran marxista-leninistas y que no lo ocultaban. Entre los más ideologizados se contaba un argentino, Ernesto “Che” Guevara, que tras la victoria había dirigido la cárcel situada junto a la mole del Castillo del Morro, en la capital. Allí había torturado y fusilado a cientos de prisioneros, hasta ganarse el apodo de “carnicerito de La Cabaña”.

Cada amanecer, Guevara recibía el correo remitido desde por el Estado Mayor por Fidel Castro. Uno de los sobres contenía los nombres de los presos que habían de ser juzgados aquella jornada. Aunque, característicamente, se celebraban juicios y teóricamente se podía apelar la sentencia, lo cierto es que jamás se admitió a trámite apelación alguna. Guevara se impacientaba con estas cosas: “No demoren las causas, esto es una revolución, no usen métodos legales burgueses, las pruebas son secundarias…”

Originariamente, el Che había considerado a Fidel como líder de una formación burguesa de izquierdas llamado a efectuar una revolución de clase que desalojara a los poderes “feudales”, pero estaba decidido a someterse a sus órdenes; a cambio, Castro le otorgaría su confianza y le confiaría notables puestos de responsabilidad pese a que su incompetencia resultaba extraordinaria incluso para los estándares cubanos.

La revolución se radicalizó tras los acontecimientos de 1961-62, como era previsible, pero Castro y Guevara fueron demasiado lejos cuando ofrecieron a un atónito Kruschev realizar “un ataque preventivo” sobre el territorio del gigante norteamericano, con motivo de la crisis de los misiles en octubre de 1962. Los soviéticos salvaron la amenaza de una tercera guerra mundial dando de lado a los cubanos.

Castro lamentó haber dado un paso con el que se había malquistado a Moscú, pero Guevara no disminuyó el diapasón de su radicalismo, lo que terminó por convertirle en una molestia para Fidel. Guevara, ausente de Cuba la mayor parte del tiempo, trató de convertirse en una especie de embajador volante de la revolución en el mundo. Había prodigado elogios a todos los dirigentes de los países socialistas del mundo, desde Kim-Il-Sung, constructor de una genuina pesadilla orwelliana en Corea del Norte, hasta el último sátrapa del poder soviético en Europa oriental. Su entusiasmo por las tiranías marxistas no parecía conocer límites; pero tanta efusión de felicidad terminó por crearle problemas dentro de la propia Cuba.

El 11 de diciembre de 1964, pronunció su célebre discurso ante la Asamblea de Naciones Unidas en el que proclamó: “Sí, hemos fusilado, fusilamos y seguiremos fusilando”. Volvía de una visita a China y de entrevistarse con un Mao radicalizado y resuelto a lanzar su brutal “Revolución Cultural” lo antes posible; la prensa cubana silenció el viaje, pero el Che se entusiasmó con las ideas del “Gran Timonel”, que habían causado decenas de millones de muertos. Decididamente, prefería la compañía de los revolucionarios tercermundistas a su despacho en el ministerio de Industria en La Habana. Fidel, para quien las giras de Guevara se habían convertido en una absurda molestia que alcanzaba el hartazgo, no le quería ni en el ministerio ni de “tour”. Y menos, cultivando la amistad de los adversarios de Moscú.

Porque estas andanzas de Guevara se producían en el marco de una durísima pugna entre Moscú y Pekín por la dirección de la revolución comunista mundial. A Guevara le gustaba Mao, mientras considera que el bolchevismo soviético se había burocratizado. Además, la URSS hacía años que había entrado en un proceso de “revisionismo” en referencia a su pasado que, sin duda, no era del agrado del Che. La actitud de la Unión Soviética promoviendo la “coexistencia pacífica” entre Moscú y Washington era una manifiesta traición al mundo socialista por parte del primero. Todo acuerdo con el capitalismo, según Guevara –aunque la coexistencia pacífica en realidad favorecía a la URSS pues la carrera de armamentos representaba un inmenso lastre para Moscú – era incompatible con la revolución.  

Estaba muy bien ir predicando la revolución permanente por el mundo y apoyar a Pekín. Lo malo es que Cuba necesitaba la ayuda de los soviéticos para sobrevivir. La maquinaria del Este, los asesores militares, los consejeros económicos, el petróleo y un sinfín de materias primas de las que una pequeña isla como Cuba carecía por completo. Fidel sabía que los sueños revolucionarios habían concluido, y que había  llegado el tiempo de seguir una evolución que consolidase el régimen y su maltrecha economía. Guevara, desde luego, había quedado fuera de juego, en el tiempo y en el espacio.

El Che escenificó el cénit de los despropósitos en su visita a Argel en febrero de 1965. Allí, ante una audiencia compuesta por representantes de los países socialistas y los no-alineados, criticó abiertamente la política de “coexistencia pacífica” soviética y por la que, tras la deposición de Kruschev el año anterior y el ascenso de Leónidas Brezhnev, apostaba resueltamente la Unión Soviética. De nuevo Guevara, dejándose llevar por sus impulsos personales y por su particular visión del futuro y de la ideología marxista, predicó la revolución permanente censurando abiertamente la política adoptada por la URSS y los países del Pacto de Varsovia.

Las cosas habían llegado al límite. El embajador soviético en La Habana entregó a Castro una carta del Kremlin en la que se le conminaba a poner freno a su compañero de armas. Naturalmente, los deseos de Moscú eran órdenes para FidelGuevara ya no tenía audiencia ni entre los soviéticos ni entre los cubanos. Su primitivismo marxista le había llevado a una evaluación errónea de la situación.

El clan Castro había perdido la paciencia. Tras la protesta soviética, el Che fue convocado a La Habana. Apenas desembarcado en el aeropuerto fue sometido a una larga reunión con los dirigentes del Gobierno entre los que, por supuesto, se encontraban Fidel y Raúl Castro. Éste último hacía tiempo que deseaba saldar una deuda con el Che por cuanto el argentino había venido dejando de lado a los viejos comunistas prosoviéticos. A esas alturas, los principales responsables cubanos estaban impacientes por deshacerse de él. Así que ese mismo 14 de marzo de 1965, Guevara fue despedido sin miramientos.

Lo que aconteciera a su vuelta de Argel lo ignoramos, pues se ha mantenido en silencio hasta el día de hoy. Tenemos una versión bastante plausible, proporcionada por Benigno, uno de los compañeros de Guevara: “El Che fue acusado de trotskista y de pro chino. Regresando de Argelia sé que hubo una conversación muy fuerte entre él y Fidel, en la que salió muy disgustado, que lo llevó a irse para Tope de Collantes como una semana, con unos ataques de asma muy fuertes. Lo sé por el compañero Argudín, uno de los guardaespaldas personales de él. Argudín está en sus funciones de guardaespaldas. A mí me lo platica porque él y yo somos compañeros de la escolta y yo estaba ausente y él me dice: “Coño, estoy preocupado” “¿Qué pasa?” “Oí una bronca muy fuerte entre Fifo y el Che”. Y entonces le digo “¿Y de qué era?” Dice: “Estaban discutiendo de la política china y estaban discutiendo de otro líder soviético”, porque él era semianalfabeto. Entonces yo empecé a mencionarle algunos líderes. Me dice: “No, uno que ya está muerto. Es ese que le dicen Trostky y entonces le dijeron al Che que él era trotskista. Se lo dijo Raúl. Raúl es el que le dice que es un trotskista, que estaba claro que con sus ideas él era un trotskista.” Argudín me dice que el Che se para muy violento, como con ganas de irse arriba de Raúl y le dice a Raúl: “Eres un estúpido, un estúpido.” Dice que le repitió la palabra estúpido tres veces y de ahí él mira para Fidel, según Argudín, y Fidel no tiene respuesta. O sea, calla. Otorga. Y al ver aquella actitud sale molesto, tira la puerta y se va. Y ahí, a los pocos días, viene la decisión, así, prematuramente, de irse al Congo…”

A Guevara se le mostró el camino de salida. Debía renunciar a todos sus cargos en el Gobierno cubano, a su condición de ministro, a su puesto de comandante e incluso a su ciudadanía cubana. Obediente como siempre y sin rechistar, Guevara así lo hizo, dejando además a Castro la posibilidad de contribuir a la redacción de la carta de despedida que se leería públicamente en octubre de 1965 en su nombre. El Che se había dado cuenta de que había cometido unos cuantos errores políticos, y debía purgarlos. En consecuencia, Castro anunció que “el comandante Guevara siempre estará allí donde pueda ser más útil a la revolución.” O sea, lejos de Cuba, al fin.

El resto es historia. Expulsado de Cuba, marchó al Congo, primero, y después a Bolivia. Su cuerpo murió el 9 de octubre de 1967, pero políticamente llevaba dos años muerto. Lo habían matado Fidel y su Realpolitik.  

Desaparecida la molestia, nació el mito.

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