Confieso que me escandaliza un poco ver a periodistas de diarios centenarios participando en programas guionizados, debates chabacanos que casi salpican, y ellos jugando a ser Perry Mason, muy patéticos, como quien cree que la corrupción es sólo el cohecho público. Dice la leyenda que en las crónicas marcianas de Telecinco –por cierto, pobre Bradbury, que le dejaron su título magnífico hecho unos zorros–, al pequeño Sardá se le proporcionaban datos en directo de las audiencias, y que al detectar un descenso le indicaba a Boris Izaguirre que se subiera a la mesa y empezara a desnudarse. Buena parte de los televidentes no se quedaban enchufados al programa por un impulso libidinoso, sino de pura incredulidad, preguntándose si de verdad aquel gay tan cool iba a ser capaz de quedarse en cueros delante de las cámaras. Así que es nuestra naturaleza curiosa la que nos ha condenado a soportar una televisión capaz de escandalizar en un club de intercambio de parejas.
En general la telebasura sigue obedeciendo al esquema que la convirtió en un éxito, un circo cruel que pasa por los pueblos dejando jirones de sus artistas, pero lo más relevante de su evolución es la capacidad que ahora tiene de incorporar en sus formatos a periodistas que uno tenía por gente seria, de diarios serios. Supongo que justificarán su presencia como Mercedes Milá –esa poligonera frustrada por haber nacido en familia bien– hablando de respeto y libertad de expresión, pero en el fondo saben que es como una manifestación de proxenetas exigiendo la equiparación con los representantes deportivos. Luego, en la feria del libro, pasas por delante de la caseta de una editorial respetable y ves a Boris vestido muy caro y firmando ejemplares. Todos dudamos entre pedirle el autógrafo o tirarle cacahuetes, para ver si se sube sobre el mostrador y hace cosas raras, como entonces. Era eso de desnudarse –junto a los grititos histéricos– lo que más gustaba del personaje, y ahora el público no le perdona que vaya de intelectual tratando de dejarles por tontos. Y es que el envilecimiento, como los grandes papeles en artistas medianos, acaba encasillando. Que tomen nota en los diarios serios.
Puede que una parte de la miseria, de lo kitsch de la tele, radique en el propio medio, como una fatalidad inexorable. Así se explicaría que cuando Sáenz de Heredia rodó Historias de la radio hiciera una obra maestra, y sin embargo con Historias de la tele no pasara de firmar una película mediocre. O que Frank Lloyd Wright, que fue uno de los más grandes genios visuales del siglo XX, entendiera que la televisión es chicle para los ojos.