«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Hughes, de formación no periodística, es economista y funcionario de carrera. Se incorporó a la profesión en La Gaceta y luego, durante una década, en el diario ABC donde ejerció de columnista y cronista deportivo y parlamentario y donde también llevó el blog 'Columnas sin fuste'. En 2022 publicó 'Dicho esto' (Ed. Monóculo), una compilación de sus columnas.
Hughes, de formación no periodística, es economista y funcionario de carrera. Se incorporó a la profesión en La Gaceta y luego, durante una década, en el diario ABC donde ejerció de columnista y cronista deportivo y parlamentario y donde también llevó el blog 'Columnas sin fuste'. En 2022 publicó 'Dicho esto' (Ed. Monóculo), una compilación de sus columnas.

Clint Eastwood se despide de su musa

12 de febrero de 2025

(Dos avisos previos al amado lector: el texto es un poco largo –torpeza– y destripa –doble torpeza– algunas cosas de la película)

La fiscal Faith (Toni Collette) llama a la puerta. Justin (Nicholas Hoult, que tiene un aire a Brahim), ya sabe quién es. Abre la puerta. Ella le mira. En el rostro de él, un espanto de cine mudo.

Con 94 años, estos podrían ser (ojalá no) los últimos segundos de la obra de Clint Eastwood.

En sus últimas películas (concretamente American Sniper, Sully, 15:17 Tren a París y Richard Jewell) había desarrollado un subgénero: historias reales en las que un héroe tenía que ser descubierto. Personajes puestos en duda; hombres cualquiera, incluso hombres con problemas, con un comportamiento heroico. El canto a un heroísmo de lo común  que merecía justicia.

En Jurado nº 2 la justicia es protagonista de otra forma, de una forma principal. El personaje protagonista, Justin, no es como esos últimos personajes de Eastwood. Tampoco como los clásicos personajes pendientes de redención. Él ya viene redimido. Se trata de un periodista alcohólico reformado (del alcohol, no de lo otro) que espera un niño con su novia. Se desvive en cuidarla. Ha encontrado el curso de su vida y parece una persona con buenos propósitos.

Un ciudadano más al que llaman a formar parte de un jurado. Acude obediente y allí todo cambia. El recuerdo le llega como una revelación: Justin ha de estar en el juicio, pero debería ocupar otro banco en la sala.

La forma en que todo cambia para él está contada con una maestría cinematográfica que no acierto a describir, pero que evoca algo de Hitchcock, una intriga precisa que bordea en algún momento la angustia psicológica y diría que (un instante) hasta el terror.

Mientras esa intriga de thriller se desarrolla, a partir de figuras como el policía retirado (elemento providencial del cine americano), paralelo discurre un debate de gran profundidad.

Se enfrentan, para empezar, dos formas de justicia. Un juicio estrictamente correcto según el sistema judicial y la idea alternativa de un juicio realmente justo.

En el primero, cada cual hace su trabajo, cada cual va a lo suyo: el juez instruye o dicta u ordena, la fiscal esgrime las pruebas que la policía ha recogido funcionarialmente, el abogado de oficio le dedica a la defensa un poco más de pasión de la que merece su sueldo y los miembros del jurado se dejan llevar por lo evidente y por las ganas de volver a sus vidas.

Esto sería un juicio correcto y con las debidas garantías, pero no puede deparar justicia.

La chispa que enciende la justicia está en Justin, que movido por la culpa siembra dudas en el jurado. No puede consentir que el hombre juzgado, que él sabe inocente, sea condenado.

Lo hace también animado por una empatía que nace de una identificación con el acusado. Él también estaba ‘condenado’ y alguien creyó en él, alguien lo salvó.

Mientras el juicio se celebra, mientras la justicia mueve su maquinaria procedimental, él enciende la chispa de la otra, con mayúsculas. Esa Justicia es incómoda. Es una gran incomodidad para todo el mundo, pero no puede ser detenida. Una vez encendida, no puede parar, como si no pudiera haber un poco de justicia, justicia hasta cierto punto, sino solo una justicia total.

Su culpa excita la conciencia de otro miembro del jurado, y así sucesivamente hasta llegar a la fiscal. Las evidencias empezarán a rodear a Justin,  que ha activado un proceso incontrolable, más poderoso que él, y hasta cierto punto terrible.

La rueda del sistema inicia o apunta un nuevo movimiento. Lo que arranca ese mecanismo de poleas y ruedas, ese engranaje es la fe en la verdad.

Un plano. Una estatua de la diosa de la Justicia sujeta la balanza. El viento mueve ligeramente sus dos platos.

«La justicia es verdad en movimiento», dice la fiscal Faith (Fe).

«A veces la verdad no es justicia», replica Justin, sentado en un banquillo preinculpatorio en el que trata de defenderse a sí mismo.

Se oponen ahora no dos procesos sino dos formas de justicia.

La justicia como verdad ciega y la justicia como agregado de cosas, como una maximización de bienestar o beneficio social. Justin tiene su parte de razón: él es un hombre bueno, sin dolo alguno ni maldad, su bebé recién nacido depende de él… y el otro es un individuo que bien podría estar convicto por otro motivo.

E igual que se opone el sistema judicial rutinario con el sistema animado por ese vientecillo, apenas brisa, que mueve ligeramente los platos de la balanza, esta oposición se dibuja entre una justicia ponderada socialmente por el bienestar de la comunidad, o una justicia ideal, ciega, solo atada a la Verdad.

Justin se autoinculpa por sus errores, se autoinculpa trágicamente para salvar al otro. Como el que quiere rescatar a alguien y acaba ahogado.

Lo que anima a Justin es el sentimiento de culpa. Esto espolea el deber moral del ex policía, que se rige por un código propio (una lealtad gremial, casi estamentaria, que superpone a la del ciudadano y que de hecho entra en conflicto con las reglas del jurado); anima al resto de miembros del jurado, que aceptan perder su tiempo por ser justos con un hombre al que no conocen (el juicio contra el prejuicio; admiten entrar a juzgarlo saltando el prejuicio, momento de la película donde afloran pasiones raciales, sociales, sexuales, que conforman las preconcepciones de cada cual) y, finalmente, enciende el sentido de la justicia de la fiscal, protagonizada por una Toni Collette que en dos miradas resuelve la película. Dos miradas sucesivas a Justin. Cuando parece que en ella vence la política (ser fiscal jefe) a la jurista (fidelidad a su maestro en derecho), se impone la conciencia, su Fe inconveniente en la justicia como verdad.

Cuando la justicia se activa en esta cadena de conciencias, todo es más incómodo. La justicia no es solo incómoda. también tiene algo de tragedia.

Todos estos debates de conciencia los vive el espectador en un relato magistral. Una guitarra de jazz se escucha de fondo un instante, el pulso de Eastwood permanece. La sencillez y pequeñez del estilo, aun más depurado, la mirada sabia en una historia sencilla que contiene un complicado puzle moral.

En las películas de Clint Eastwood, a menudo el personaje principal es alguien que carga un sentimiento de  culpa que ha de limpiar. En el caso de Justin sucede de otra forma. Él ya se redimió. Su culpa ahora es apenas un error, un error fatal. La fatalidad se ceba con él doblemente: primero un accidente, luego un sorteo… Su propia grandeza moral le va metiendo en un agujero, le va haciendo culpable. Cuando la situación se invierte, cuando finalmente Faith llama a su puerta, la catarsis no alivia al espectador.

El espectador siente una especie de terror. Un peligro cernirse. Se va a destrozar una familia, tres vidas. ¿Deberíamos desear  que no se hiciera justicia? ¿Es justa esa justicia? El debate Faith-Justin lo sentimos ahora vivamente.

El endiablado conjunto de circunstancias nos pone ante un dilema moral que no resulta satisfactorio.

De la película se sale con la sensación de testamento. La justicia es elemento trágico y narrativo en Eastwood. Pero aquí se eleva a fuerza superior.

Justicia es creer en la Verdad. Creer en la Justicia ya es creer en algo superior. Un designio inmanejable, una furia fatídica. Hay una textura religiosa. Cuando Justin se siente abrumado por la culpa, confiesa, pero no a un religioso sino al mentor de Alcohólicos Anónimos, que también es abogado. Busca alivio y consejo.

Y la justicia  exige, además de esa creencia (como una fe inmanente), una capacidad psicológica para la culpa. El mecanismo de la conciencia. El debate interno, la falta de descanso del yo.

Los personajes de Clint Eastwood a menudo cargan con ello. Con una conciencia dolorida. Su culpa exige expiación (en las últimas películas: la justicia es necesaria para reconocer al héroe).

Justin tiene una culpa que ha de purgar. Es un motivo eastwoodiano clásico. Es su propia culpa la que le arrastra, la que como un animal interno, como un ente dramático, tira de él hacia el vórtice de justicia, la que le mete en esa vorágine, en el arco trágico.

El cine de Eastwood no es solo ‘adulto’, no solo nos serena por sus formas clásicas, su tono o su sabia modestia. Nos serena porque encontramos, sin sentimentalismos (o con los sentimentalismos necesarios) aun ese debate.

Esta película, incómoda, presentada a los 94 años, parece la proclamación de un principio: una sociedad ha de fundarse sobre la justicia. No solo sobre un sistema de justicia, también sobre una creencia general en la justicia y, junto a ella, en la posibilidad de la conciencia, del deber y la culpa.

El debate sobre el sistema de justicia es menor. Está por encima el de la conciencia y la culpa (¿son posibles personas como Justin?). Pero es superior el otro debate, el filosófico: qué es justicia.

Es necesario un ideal, una creencia no aritmética, no ponderable. Ciega. Fría. Divina. Y esa Justicia la filma Eastwood. Es una diosa quieta, bella, vendada que sostiene una balanza y la película cuenta el soplo que origina el temblor de los platillos; sobre un sistema diseñado, una cadena mecánica de conciencias. ¡Eso ha filmado! ¡El espíritu que hace posible la justicia! Casi nada

El culpable ya tiene el sentimiento de su culpa antes de ser juzgado, ¡ese sentimiento tira de él y activa las conciencias!

Si adoptamos esa creencia (Justicia) como una divinidad, nuestra vida cambia. En nosotros y en nuestros actos ha de surgir cierto respeto temeroso y un rigor moral.

La justicia tiene una cara como de divorciada que se las sabe todas, Toni Collette muy seria ante el angelical Justin. Odiamos cuando toca a su puerta. Sentimos con desasosiego el efecto en una joven familia (cuando el malo acecha al inocente, esa sensación cinematográfica). Pero esa sensación precede esta vez a la justicia. Y del disgusto va surgiendo una claridad… Esa mezcla de buenos y malos, inocentes y culpables de la película se va afilando como un pensamiento. Se va aclarando hasta entender que hemos de asumir, contra nuestras tripas, que sucede lo correcto; que debemos someternos a ese culto y todas sus obligaciones.

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