Los grandes cambios políticos y sociales requieren de una gran paciencia y perseverancia. El Brexit, por poner un ejemplo, tardó más de veinte años en realizarse con varios partidos abanderando la revisión de las relaciones del Reino Unido con la Unión Europea. Estamos cerca del cincuenta aniversario de nuestra Constitución y no es mala fecha para empezar a plantear políticas concretas para revertir el proceso autonómico. Y más ahora, cuando la coyuntura política nos lleva a planteamientos de máximos de autonomía territorial por parte de los futuros socios del Gobierno de Pedro Sánchez.
Las percepciones en política son muy importantes. Uno de los fines últimos del nacionalismo consiste en traer a la agenda política, a la discusión pública, la posibilidad de la secesión. Los nacionalistas tratan de conseguir que lo impensable se convierta en posible y luego en probable. Hace pocos años era impensable la independencia de Cataluña, pero poco a poco los nacionalistas lo han convertido en una posibilidad, e incluso para algunos en algo probable. Lo que interesa hoy es que algo que es impensable, la reversión del sistema autonómico, se convierta en posible. Todo ello, obviamente, sin quebrantos constitucionales.
Siguiendo con el ejemplo que he señalado, el Brexit se nutría del euroescepticismo. Hoy existe una gran incomodidad con respecto del poder que han conseguido las comunidades autónomas. Hay mucha crítica con la forma en que se han ejercido las competencias autonómicas. El descontento, según alguna encuesta, se cifra en un tercio de la población. Por tanto, hay un sentimiento, una incomodidad con la que trabajar. No partimos de cero.
El mandato constitucional que consagra la igualdad de los españoles es claro. Este principio se quiebra por algunas políticas de las comunidades autónomas que buscan diferenciar a los españoles unos de otros.
El ejemplo más escandaloso es el de la educación, la cultura y la lengua. Las regiones se han empeñado con éxito —todo hay que decirlo— en educar ciudadanos autonómicos, no españoles. No existe una cultura española, sino una para cada región. En tanto no haya posibilidades de Gobierno nacional, se pueden devolver competencias desde los gobiernos regionales. Y aunque cause cierto vértigo, la propuesta es completamente coherente en una acción política a largo plazo.
La sanidad es otra de las cuestiones más sensibles para nuestra población, cada vez más mayor. Debemos tener una política nacional de sanidad de vacunación y no dejar que sean las comunidades autónomas de nuevo quienes «diferencien» a nuestros hijos y mayores.
La fiscalidad en España poco a poco, paso a paso, va creando profundas diferencias entre españoles. Lo mismo pasa con los requisitos para iniciar una empresa o hacer inversiones. Es imperativo poner orden en las cuentas públicas y prohibir, como establece el reformado artículo 135 de la CE, los déficits públicos.
Al igual que se ha hecho con el AVE y las autovías, necesitamos un programa de infraestructuras blindado a los caprichos autonómicos. Urge una plan para el agua y también rematar los corredores del Mediterráneo y Cantábrico.
Otro ejemplo, tenemos un calendario electoral disparatado con algunas regiones llamando a elecciones según su criterio. Se puede admitir algún llamamiento excepcional, pero lo que resulta absurdo es que establezcan su calendario como si fueran una nación.
La reforma del titulo VIII de la Constitución, la que establece las competencias autonómicas, no ha sido objeto de estudio. Tras más de cuatro décadas de sistema autonómico es hora de hacer una valoración en profundidad del uso que se han hecho de las competencias establecidas por la Constitución siempre en beneficio de todos los españoles, recalco todos. También hay que señalar que es un título que no tiene la especial protección constitucional del artículo 168 (disolución de las Cortes).
No podemos ser exhaustivos en una columna sobre el alcance de dicho estudio para empezar a plantear la reforma constitucional. Por poner un sólo ejemplo para finalizar, señalaremos que hay una delegación casi exclusiva de las competencias de vivienda y urbanísticas en las regiones. El resultado es claro, con un territorio extenso y apenas poblado, nuestros precios de vivienda son de los más caros de Europa.
Para concluir: debemos perder el miedo a la reforma constitucional. Nadie se va a cargar la monarquía que goza de una salud envidiable, ni se va a establecer un régimen soviético. Como toda ley es simplemente mejorable y más a la vista de como la han utilizado las regiones.