«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.
Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.

Contra la simplicidad

27 de julio de 2023

«Mucho texto»: hay por ahí un meme con este eslogan en el que un Yoda tuneado de putoamo hortera nos advierte de que alguien se ha pasado de caracteres y ha contado demasiado. Nos lo pueden poner por Twitter o Whatsapp —de texto, en Instagram o TikTok, están vacunados—, y es como el idiota «me aburro» que han popularizado ciertas peliculitas que aseguran que en tiempos fugaces todo exige entretenimiento. Tenía que ocurrir lo del «mucho texto» en la era en la que este ha dejado paso a la imagen, es decir, en la época del fin de los matices y las complejidades y el acortamiento de las inteligencias.

Porque por más que insistan los tecnofílicos —y los haraganes de toda la vida, ahora empoderados—, no estamos asistiendo a un mero cambio en los soportes y los canales, neutro y tal, sino al acoso a la profundidad y la victoriosa marcha de las superficialidades. Que sí, que antes no íbamos leyendo la Crítica de la razón pura en la cola del pan ni cada conversación que teníamos era un frondoso intercambio de argumentos; pero que estamos perdiendo el norte en nuestra inclinación a las simplicidades. La razón, como digo, es sobre todo tecnológica: los dispositivos móviles y las redes sociales activan la escopeta mental de nuestro cerebro, su modo fugaz y dicharachero, y comprometen nuestra capacidad —que haberla, hayla— para la reflexión y la finura.

Casi todo lo importante es complejo. Cualquier asunto de enjundia tiene aristas y no puede despacharse con simplezas. No hay estudio ni hay texto que lo esclarezca todo, no digamos un titular o unas breves declaraciones. Muy pocas evidencias nos alcanzan como un conclusivo relámpago; la mayoría se va, poco a poco, fraguando. Al leer y conversar veremos más claro, tal vez suficientemente nítido, pero no esperemos terminar en un punto simple y conciso. Quien simplifica, deforma: es un enemigo de la verdad. Y el reduccionismo es vaguería y una formidable fuente de tópicos. Todos los racismos, los nacionalismos y las ideologías asesinas simplifican; por eso quienes las lideran animan a quemar libros y a atender exclusivamente a lo que dice el líder supremo.

Han contribuido a olvidarlo y de qué manera los políticos titirituiteros, los que prefieren los zascas y las impresoras a la argumentación seria. ¿Cómo vas a competir con eso? Cuando abundan las performances, el emotivismo barato y las gruesas falacias, ¿quién se va a tomar la molestia de descender a los detalles y procurar el trazo fino? Hoy todos los partidos se acusan de populistas; y es cierto que, hasta cierto punto, la democracia en sí, al apelar al pueblo, es populista. Pero que nadie se engañe: es populista de veras quien simplifica los problemas y nos encasqueta obviedades. Muestra patente de lo primero fue lo del supermuro que dijo Trump que pagarían los mismos mexicanos; en cuanto a lo segundo, tenemos engendros como la «Ley sí es sí», que para colmo de males legisla con pompa sobre lo ya legislado.

Desarrollar complejidad mental, ser capaz de englobar varias ideas aparentemente contrapuestas y construir argumentos elaborados, huyendo del maniqueísmo, es un proyecto civil noble y necesario. Ya hay demasiada gente que grita y pontifica. Las redes sociales, a estos efectos, casi siempre nos empeoran. Es una idea nefasta seguir solamente a quienes piensan como hoy ya pensamos nosotros. Y es todavía peor que nos acostumbremos a que existan influencers, atolondrados referentes que administran una suerte de comunión digital a sus followers.

Hay cosas que no caben en un tuit; y es preciso que así sea. A la simplonería le siguen malas decisiones en todos los ámbitos, del familiar al productivo, y en el ámbito civil la política rufiana, la de foto y chascarrillo y falacias de parvulario. Existe el ingenio, que nada tiene que ver con las charlotadas de los pseudocongresistas. Y existe el instinto, pero rara vez es experto; muchas de nuestras corazonadas más queridas son atajos que acarrean desperfectos. Como decía el siempre cáustico Henry L. Mencken, siempre hay una solución bien sabida a cualquier problema humano, limpia, plausible y errónea.

La superficialidad simplifica, se impacienta, etiqueta. Y se retroalimenta. Las prisas y la sobreabundancia nos están llevando a eso. Y como hay gente haciendo mucho dinero con el asunto, convirtiendo el mundo en una interminable cola de gente nerviosa que se empuja, la bola de nieve avanza. El monumental volumen de lo que recibimos acorta también nuestra inteligencia, porque nos incita a quedarnos con la perspectiva que más nos gusta. Escogemos los datos y opiniones que nos confirman en nuestra postura vigente. Leemos lo que nos agrada, o la versión paródica de lo que nos incomoda. Nos refugiamos en lo nuestro, ateridos ante el huracán informacional, y así perdemos verdad como un avión que perdiese combustible por agujeros en su fuselaje.

Así las cosas, el nuevo acto de rebeldía es pensar largo, exigir matices y hacer pocos viajes y largos. En el tiempo que usted, querido lector, le ha dedicado a esta columna (gracias), podría haber navegado compulsivamente por cualquier red de su elección. Cada vez que deslizase el dedo por su tableta o teléfono habría recibido un input simplón, y algunos de ellos le habrían transmitido la falsa impresión de que comprende algo difícil muy fácilmente. Si la sensación es placentera es porque nuestro cerebro ha aprendido a gustar de estos chutes de azúcar intelectivos: en el tiempo en el que se forjó fue decisivo ese «venirse arriba» y sacar muchas conclusiones de muy pocos datos. Pero ya no estamos en ese mundo, brutal e inmediato, sino en otro infinitamente más complejo que nos exige más seriedad en cuanto a lo que pensamos.

Hay que resistirse a lo simple. No sólo para que no nos den gato por liebre; también porque hay belleza en lo complejo. Los problemas de los que merece la pena ocuparse tienen hondura y un sinfín de tonalidades. Las personas más interesantes tienen aristas y recovecos. Las mejores actividades permiten aprendizajes y errores, son anchurosos mares en los que sumergirse. «La verdad es simple» —decía Nietzsche—, «¿no es esa una mentira al cuadrado?».

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