Voy a aprovechar que cumplo treinta y un años siendo fiel a la misma persona (a mi Nuria) para comentar la penúltima mamarrachada en torno a la fidelidad, contra la que cierto suplemento de cierto diario se lanza una y otra vez como persistente ola contra las rocas. «Cuándo es el momento idóneo para decidir abrir una pareja», «Cómo protegerse de infecciones de transmisión sexual en el sexo con varias personas» o «Cuánto cuesta tener un amante en España: la infidelidad, un gasto para quien se lo pueda permitir» son algunos de sus últimos títulos; y, claro, quien ha leído a Ian Fleming en Goldfinger recordará lo que el genial villano le dijo a 007: «Señor Bond, tienen un dicho en Chicago: una vez es casualidad, dos es coincidencia y tres veces es una acción enemiga».
La última —pronto penúltima— pieza de este bobo rompecabezas se llama Matrimonios felices y cornudos: ¿por qué incluso la gente que está bien es infiel?, y toma a la psicóloga Lara Ferreiro como referencia. Luego de igualar enamoramiento a amor y pasar de ahí sin solución de continuidad a las relaciones sexuales, Ferreiro concluye alegremente que amar más de dos años a alguien asegura el aburrimiento, y que este nos da carta blanca para buscar otros caladeros, es decir, otras camas. «En lugar de cambiar a la pareja, cambian la forma de entender las relaciones de pareja», dice la terapeuta de los nuevos matrimonios, pues «para muchos sexo y amor son cosas diferentes, son más racionales y saben separarlo». Ahí lo tiene bien clarito el lector: unir sexo y amor es manía de lerdos. Habla la terapeuta de necesidades y deseos y de querer disfrutar como quien compra aguacates y mangos en el supermercado, y añade, todo cuajo, que «los usuarios de Ashley Madison se involucran en una amplia gama de comportamientos emocionales, como compartir secretos, dar regalos, conductas tecnológicas en línea, sexting, etcétera». Millenials descubren los distintos aspectos de la infidelidad cuando se tiene un móvil, podría haberse subtitulado el artículo.
«Al final, el ser humano tiende al aburrimiento cuando ve el mismo estímulo cada día. Necesitamos variedad», sentencia Ferreiro. También necesitamos autoestima y sentirnos únicos y respetados, y nos daña que nos mientan, pero todo eso a ella —número 1 de su promoción, según se jacta en su web— no le consta. Tampoco es que el suplemento oculte el sesgo de su entrevistada, que es «colaboradora» de esa plataforma que presta servicio a quienes ponen cuernos, Ashley Madison, esto es, alguien que se ha prestado a cobrar a cambio de dar una pátina pseudocientífica a lo bien que nos sienta engañar y que nos engañen. No hace falta explicar que lo que la empresa organiza son traiciones, que quien se las viva «irracionalmente» como una afrenta siempre podrá tratar con la psicóloga colaboradora y así reencontrar el camino de la razón amorosa.
Existe, por cierto, algo llamado Psicología Moral, una frondosa rama del estudio del comportamiento humano que Ferreiro también obvia. «La infidelidad te lleva al autodescubrimiento porque te estas saltando los límites morales, y eso hace que te replantees cosas», asegura. No me extraña que a estas alturas haya gente considerando que la conciencia es una especie de estorbo para los placeres, única medida de la felicidad y trama entera de nuestras existencias: de sobra sé hasta donde ha llegado la riada del desprecio de la ética. Pero no dejo de imaginarme con profunda tristeza a esa mujer o a ese hombre al que su pareja ha coronado mientras le explica que se estaba autodescubriendo; ni siquiera estaría pidiendo perdón, se estaría reivindicando. A fin de cuentas, el nuevo ideal matrimonial es una relación sin fronteras, vale decir, globalizada.
No veo por qué no iba a poder cualquiera desatender a su pareja con la misma excusa en cualquier otro terreno. Si es porque tenemos derecho a «sensaciones nuevas» (Ferreiro), a ver por qué demonios iba uno a hacer nada por el otro, desde el desayuno a visitarla al hospital, habiendo alternativas más placenteras a mano. El artículo, además de acuñar la idiota expresión «infidelidad no consentida» (no las hay de otro tipo), confirma que el sexo ha pasado a ser el centro de todo. «Se supone que el amor, el cariño y la rutina son las cosas más importantes en una pareja, cuando en realidad, lo es la sexualidad, al ser la parte más íntima», dice Ferreiro. Aquí ya hemos cerrado el círculo: lo racional es separar amor y sexo, el sexo es lo principal, el amor no importa. Será por eso que vivimos una epidemia de soledad, que hay gente alquilando amigos y una escalada de suicidios: porque se practica poco sexo.
Marita Alonso, que firma la pieza, alude al trabajo de Esther Perel para sostener que en la infidelidad hay «luces», y ello «pese a lo que el discurso contemporáneo defiende». Qué gracioso intento de parecer que se nada a contracorriente; si ha habido un tiempo en que la infidelidad estuviese bien vista, es el nuestro. Lo verdaderamente transgresor, hoy, es ser fiel a alguien. Esa exclusividad es lo que la sociedad (el mercado) no perdona, porque la gente que insiste en obtusos monoamores no sólo traiciona las leyes del mercado —por negarse a rotar y propiciar ingresos en cada cambio—, sino que además pone en evidencia a los perfectos consumidores de lo amoroso: los pusilánimes que, yendo eternamente de flor en flor, creen desafiar a la vejez y a la muerte.
Nos cuenta Alonso que anda la gente descubriendo al casarse que el matrimonio no es todo color de rosa: «Al llegar a la etapa de casados, muchos advierten que, a pesar de tener esa felicidad que tanto ansiaban, no es perfecta» —algo que no hemos sabido hasta 2023, por supuesto—. De ahí se sigue el corolario de la articulista: «Abre tu relación, reinvéntate, no tengas miedo». Este es el mantra del todo-es-mercado que ahora agitan los glamurosos voceros de ciertos suplementos dominicales: hay que reinventarse sin descanso. Pues yo les digo que hay demasiada gente reinventándose ahí afuera, y que la gran mayoría lo que necesita, de una puñetera vez, es madurar.