Creen, ilusos e ignorantes, que han humillado a José Antonio, que lo han vencido. Nada más lejos. Se han humillado a sí mismos. Remover muertos, como orinar sobre cadáveres, esa costumbre que tenían las izquierdas, no daña al muerto, tan solo arruina el corazón del que lo hace, del que lo permite, del que lo celebra, y causa un dolor gratuito en los familiares del difunto, y en toda la gente de bien. El cainismo español se empeña en demostrarnos otra vez que no es un error o un desvarío, sino una enfermedad del alma.
Gracias a los últimos líderes socialistas, y por supuesto gracias a los primeros, un día habrá que escribir una ética sobre cadáveres. Y no será por proteger a los muertos, sino para poner a los vivos frente a su espejo. Son ellos los vulnerables. El reino de Cristo es el Cielo. El reino de Satanás es la tierra. El muerto ya disfruta o padece la eternidad. Quien zahiere su corazón al asaltar un cadáver es el que lo hace, que sigue vivo en la tierra. De algún modo, el mal se queda en el mundo, donde aún los demonios pueden ganar almas para su guerra sucia de la condena eterna.
Y es que hay algo demoníaco y terrible en el acoso a un cadáver. Solo el hombre es capaz de embrutecerse más que los animales. La jauría oficial del Consejo de Ministros desenterrando esqueletos de enemigos de otro siglo, y quienes les precedieron, retirando placas y monumentos, es a ratos la de los críos enloquecidos de los peores instintos de El Señor de las Moscas persiguiendo al buen Ralph para darle muerte, injusta y enloquecida muerte. A propósito: primero se intentó humillar a media España pisoteando sus símbolos, retirando calles, cambiando de nombre hospitales y estaciones de tren, y dinamitando estatuas y cruces; después, claro, de los símbolos se pasó a lo personal, y se profanaron tumbas. Quienes en la derecha boquiangosta creyeron que la riada no se llevaría por delante más que un par de estatuas ecuestres de Franco, se equivocaron, como siempre, como toda la vida, como mañana.
Debería hacernos reflexionar. En nuestro país, ya ni los muertos pueden yacer en paz. Peor aún. Sólo algunos muertos: porque son los hombres buenos los que no pueden descansar. No pudo Miguel Ángel Blanco, asesinado por las ratas terroristas y profanada su tumba, y no puede José Antonio, que murió perdonando, que murió deseando ser la última víctima de la contienda, que murió asesinado por los mismos que ahora pretenden rematarlo, y ni siquiera saben por qué, si bien están seguros de que eso les servirá para esgrimir una cierta polvareda guerracivilista y mantener la tensión de cara a las elecciones. Ni siquiera para profanar una tumba son capaces de tener una razón que, aunque mezquina y equivocada, al menos sirva para teorizar su ignominia. Matan moscas con el rabo.
Si algún socialista se siente reconfortado por el pateo a los huesos del muerto José Antonio, si alguno siente que ahora sí su vida es mejor, conozco un psicólogo que lo puede arreglar, si bien sería más eficaz un exorcista.
Supongo que las últimas horas de la vida de un hombre que va a ser ejecutado son las de la verdad. Quien odia, muere rechinando los dientes. Quien ama, abraza la misma cruz que detesta. A José Antonio no le prepararon una ejecución, sino un largo tormento, por puro divertimento de la misma izquierda que jugaba a decorar calles con los cadáveres de sacerdotes y religiosos. A él aún le pidieron que gritara a favor de la República, ya baleado, justo antes del tiro de gracia. Pero de su boca no salió traición alguna a sus ideas, sino un último aliento para exclamar con temple y firmeza «Arriba España«.
«En la soledad de su celda de Alicante, rodeado por un mar de odio, tuvo el pulso sereno para escribir las cartas llenas de serena conformidad y aliento», escribió Foxá de José Antonio, «nosotros no lo olvidaremos nunca. Pasarán los años; cambiarán las ideas, es posible que haya nuevas fórmulas políticas. Pero yo guardo avaramente, para mi vejez, estas palabras que me llenan de orgullo y que nadie podrá arrebatarme: yo fui amigo de José Antonio«. Porque era, después de todo, y lo supieron hasta sus enemigos, un hombre de nobleza, de corazón, de verdad, de bondad. El tipo de persona que hace vomitar al diablo.