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Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.
Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.

Difuntos (reflexiones)

31 de octubre de 2022

Hay un puente que separa el más acá del más allá. Podríamos llamarlo el puente Estigio. El de Todos los Santos, contiguo al Día de Difuntos, debería inducirnos a reflexionar en vez de dedicarlo a hacer payasadas. Éstas conducen a hecatombes como la de Seúl. Allí, esta vez, Halloween se ha superado a sí mismo y ha dejado de ser un juego, una ilusión, una ficción, para convertirse en una tragedia absurda, en un lúgubre esperpento, en una atroz sincronía. 

Memento mori. De niño, cuando en el colegio se enseñaban tales cosas y en las iglesias también, aprendí una especie de jaculatoria que decía: «Mira que te mira Dios, / mira que te está mirando, / mira que vas a morir, / mira que no sabes cuándo».

¿Qué clase de literatura es la que no aspira a dejar en herencia una última palabra?

La vida es un toro de lidia y vivir es torear. De ahí la significación religiosa de la Tauromaquia. El toreo es un memento mori coral.

Antes, en el mundo en el que yo nací y crecí, y en días como éstos, la gente sólo salía de casa para llevar flores a los muertos. Otro memento mori, como también lo era, y lo es, la costumbre de endulzar y rematar (¿rematar?) el condumio con huesos de santo. 

No todos los escritores escriben en vida su epitafio. Cosa rara, a mi entender, porque lo lógico, lo coherente, es, digo yo, que sí lo hagan.

¿Qué clase de literatura es la que no aspira a dejar en herencia una última palabra? Cervantes la dejó en el prólogo del Persiles: «Puesto ya el pie en el estribo, con las ansias de la muerte…». Sí, sí, ya sé que no era, stricto sensu, un prólogo, sino una dedicatoria dirigida al conde de Lemos, y en todo caso, por extensión, un epílogo.

O sea: un epitafio. Palabras etimológicas y semánticamente emparentadas.

A mis lectores, pocos o muchos que sean, no se les oculta la evidencia de que yo, siempre exagerado y, por ello, exuberante, sí que he escrito no uno, sino varios epitafios. 

Recuerdo algunos…

«Na’ de na’».

«Cuidó de los suyos y escribió».

«Por fin a solas».

«Perdonen que no se me levante» (paráfrasis genital del que se atribuye, sin fundamento, a Groucho Marx: perdonen que no me levante).

«Fuese, y no hubo nada» (último verso del célebre Soneto con Estrambote de Cervantes. ¡Ah, caramba! Todo epitafio es en realidad un estrambote). 

«Acerrimus indagator rerum Hispaniae» (fue el utilizado por el hispanista inglés Richard Ford, autor de Las cosas de España).

Y otros…

Pero hoy, en pleno puente Estigio de Todos los Santos, mientras me duchaba, se me ha venido a las mientes el que quizá, a fin de cuentas, sea mi definitivo epitafio: «¿El cielo o la nada? Ya se verá».

Lo segundo es mi frase favorita y la que más veces he repetido a lo largo de mi vida.

Y lo primero es el eterno monólogo de Hamlet: ¿Ser o no ser?

Con un posible addendum dirigido a quienes me traigan flores y a los curiosos: «Yo ya lo sé. Ustedes no». 

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