«El andaluz es un hombre poco hecho, que vive en un estado de ignorancia y miseria cultural». El autor de estas palabras es el cabecilla del clan Pujol. «Son carroñeros, hienas. Bestias con forma humana». Quien dejó escritas estas valoraciones acerca de quienes no hablan catalán en Cataluña, fue Joaquín Torra, a quien el doctor Sánchez calificó en 2018 como «el Le Pen español». La pasada semana, Pujol y Torra se reunieron en el monasterio de Sant Miquel de Cuixà, sito en la localidad francesa de Codalet, que según la alucinada visión del catalanismo formaría parte de la Cataluña Norte, con José Montilla, Pere Aragonés y el prófugo de la justicia española, Carles Puigdemont, para participar en un homenaje al músico Pau Casals con motivo del 50 aniversario de su muerte. Ausente Maragall por causas de salud y Mas por desajustes de agenda, los mencionados estuvieron acompañados por la siempre colaboracionista figura de un ensotanado: el abad de Montserrat, Manel Gasch.
La imagen del quinteto de presidentes de la Generalidad ha servido para exhibir un nuevo cierre de filas, siempre aureolado de victimismo, del catalanismo que, en su día, acogió a un charnego como Montilla, rápidamente sustituido por prohombres del pais petit dotados de hondas raíces indígenas. Sin embargo, pese a la sintonía respecto a los últimos objetivos sediciosos, la fotografía de los así llamados muy honorables aloja enormes tensiones, pues los partidos de Aragonés y Puigdemont se disputan la hegemonía del sector abiertamente secesionista. Y lo hacen en un contexto nuevo: el que se ha abierto tras el 23J, que ha dejado en manos del golpista de Amer la gobernabilidad de España, convirtiendo a Junqueras en una suerte de paniaguado, en un elemento domesticado por un indulto ante el cual se alza Puigdemont, autopercibido como un héroe capaz de huir —exiliarse en la jerga lazi— de la prisión de pueblos llamada España, para denunciar la falta de democracia del Estado español.
Seis años después de meterse en un maletero rumbo a la paradisiaca Europa, Puigdemont reclama ahora una amnistía que, de facto, supondría el reconocimiento oficial de que España, siempre tibetizada, es una tiranía llena de arbitrariedades. Sabedor de que la aritmética parlamentaria manda, el prófugo se mantiene firme en su exigencia de una amnistía cuyo encaje en ese, a menudo, lecho de Procusto llamado Constitución de 1978, requiere de altas dosis de propaganda, las que ya despliegan los corifeos mediáticos gubernamentales, y alambicadas fórmulas legales, las que ya vislumbran otros hombres con faldas: aquellos capaces de ensuciar nuevamente las togas con el polvo del camino… hacia la balcanización de España.
Y mientras el PSOE, inexistente en Cataluña, desde donde llegan las cuotas del PSC a cambio de los votos necesarios para el mantenimiento de la hegemonía dentro del laberinto español, maniobra discretamente gracias a los fontaneros de Sumar, la alternancia, es decir, el PP, ya legitima la negociación con el golpismo al afirmar, por la sensual boca de González Pons, que Junts «es un partido cuya tradición y legalidad no están en duda».