«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Periodista, documentalista, escritor y creativo publicitario.
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El horror a la muerte

17 de agosto de 2023

Estas fechas son idóneas para hablar del hombre moderno y de su desesperada huida hacia la nada. El verano es ese tiempo en el que se pone de manifiesto que el corazón que sólo sirve para bombear sangre está condenado a morir fatigado más pronto que tarde.

Tenemos una necesidad irrefrenable de viajar, da igual dónde, pero necesitamos volar, alejarnos del hogar. A lugares remotos y exóticos donde encontrarnos con otros como nosotros. Ya no sólo para satisfacer el deseo de acumular experiencias, sino porque ya no nos satisface la tranquilidad y la rutina del hogar. 

En el fondo, lo de buscarnos a nosotros mismos es un eufemismo, la realidad es que no nos soportamos. 

El silencio provoca un ruido en nuestro interior que nos obliga a correr de aquí para allá, visitando lugares que mañana ya no recordaremos, y soportando el calor y la arena lejos de casa porque en ella el sufrimiento todavía es mayor. ¡Cuántos viajes no son más que el síntoma de la enfermedad que padecemos! 

Enfermedad que también tiene otros síntomas como el aumento creciente de suicidios, sobre todo entre los más jóvenes, que son quienes deberían rebosar de vitalidad, y tener mayor coraje y pasión para acometer las empresas más nobles y arriesgadas. 

Pero el hombre moderno es muy débil, tan débil que su principal característica es la vanidad. La famosa frase de Hacia rutas salvajes: «La felicidad no es real si no es compartida», el hombre de nuestro siglo la entiende como compartida en redes sociales. Y así ha hecho de su vida una película de aficionado sin ningún tipo de interés. 

Y decía que en la actualidad somos muy débiles porque la vanidad no es más que el deseo de ser reconocido. La necesidad de aprobación del otro. Y eso es propio de personalidades pusilánimes y amores desordenados. 

Y todo ello: una vida que es huida, una personalidad débil y una falta total de sentido que nos empuja al vacío, se suma al gran problema de nuestro tiempo: la pérdida del horror a la muerte. Ya no tenemos hijos. No por pobreza material sino por enfermedad espiritual. Hemos perdido la esperanza, y sin esperanza no podemos engendrar nuevas vidas.

En la posguerra, las condiciones de vida eran mucho más duras que en la actualidad, pero existían familias numerosas. La vida tenía un sentido, por lo que traer hijos al mundo lo tenía también.

Ahora, fatigados, intranquilos, vanidosos y débiles, hemos perdido hasta el horror a la muerte, el horror a que nada ni nadie nos trascienda. El horror a que con nosotros acabe todo. Ese es el nivel de desesperación. 

Pero por suerte, todavía quedan familias que, con su séptimo u octavo hijo, sus gemelos detrás de otros cinco hermanos, etc…, lanzan un mensaje al mundo entero: Hay esperanza, y esa esperanza se puede vivir en nuestro tiempo. Estamos hechos para algo más grande que malvivir noventa años en este mundo, y Dios sigue actuando y dando vigor a los corazones que aspiran a algo más que a bombear sangre, cosa vital por otra parte, ¡qué duda cabe!

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