«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Graduado en Historia y en Turismo por la Universidad Rey Juan Carlos, Máster en Diplomacia y Relaciones Internacionales por la Escuela Diplomática de España y en Formación del Profesorado con especialidad en Ciencias Sociales por la Universidad Internacional Villanueva.
Graduado en Historia y en Turismo por la Universidad Rey Juan Carlos, Máster en Diplomacia y Relaciones Internacionales por la Escuela Diplomática de España y en Formación del Profesorado con especialidad en Ciencias Sociales por la Universidad Internacional Villanueva.

El que sufra de asma, mejor que no corra

19 de febrero de 2024

Errar es humano. Ninguna formación política es, por su naturaleza humana, excepción. Resulta llamativo, sin embargo, que, para cierto partido, no exista cita o evento que no levante acusaciones de falta de autocrítica. ¿Es que el Partido Popular o el Partido Socialista hacen autocrítica de manera pública? ¿Hace Génova jornada de puertas abiertas? ¿Visitan los militantes socialistas Ferraz para dar su opinión? ¿Meditó Pedro Sánchez la situación de su partido antes de convocar elecciones generales el día después de las municipales del 28M? ¿Reflexionó Feijoo sobre la desastrosa campaña del 23J?

Si lo hicieron o no lo hicieron, ellos sabrán. Porque la autocrítica se hace en casa: nadie hace un análisis DAFO para que se publique en el BOE, igual que nadie anuncia en la calle que tiene la casa sin alarma y que la llave de repuesto está tras el ladrillo suelto. ¿No es esto sentido común? ¿Por qué un partido iba a hacer autocrítica y cantarla a los cuatro vientos? Ni las campañas se diseñan en Canva, ni la autocrítica se postea en Twitter. Si bien es cierto que, habiendo en España doble vara de medir, no tiene sentido comprar churras con merinas. Vox se dice mejor que el PP y el PSOE, pero sigue siendo un partido político, igual en naturaleza que el Partido Popular o el Partido Socialista.

A nadie se le escapa que resulta difícil ganar unas elecciones. De no ser así, todos los partidos políticos las ganarían. Pero la política no es como las matemáticas; no siempre dos y dos son cuatro. Primero, porque creyendo ser dos, quizá no lo sean; y segundo, porque en lugar de sumar, es posible que reste. No hay recetario ni fórmula exacta; y si lo que funciona en Murcia no tiene por qué hacerlo en Las Torres de Cotilla, no digamos ya en Madrid o en Coruña.

Más difícil resulta ganar unas elecciones sin poder hacer cálculos políticos, defendiendo unas ideas y unos principios con independencia de las opiniones del electorado de esta o aquella región. Aquí no hay eje de abscisas que dé la razón, porque los principios son los que son y no hay intercambio posible. Y resulta muy difícil ganar unas elecciones cuando se es el único que señala que el emperador está desnudo. Hay un partido que no busca esta o esa conquista: no pretende levantar la bandera de esta región o de ese sector. Vox llegó a cambiarlo todo, y cuanto más quiera cambiar, más resistencia va a encontrar. Es un órdago, una enmienda a la totalidad. Así resulta difícil ganar unas elecciones.

La exigencia de autocrítica —autocrítica pública, para más inri— suele acompañarse, además, de la de dimisiones. No habría político con cabeza en Europa si a cada derrota le hubiera seguido una ejecución. Sólo uno gana, y nunca nadie siempre. A veces se gana y a veces se pierde, y ni todas las victorias tienen que ser espectaculares, ni todas las derrotas, estrepitosas. En un mundo de matices, no tiene sentido pedir absolutos. Que se lo digan a Pedro Sánchez. Nadie hubiera imaginado, tras aquella derrota en 2016, sus extrañas victorias por venir. La vida, como la política, es así. A veces se gana y a veces se pierde.

Pero ganar no es sinónimo de llegar —lo sabe Feijoo— y tampoco lo es de victoria —lo sabe Rajoy—. Hay victorias que son derrotas en diferido, porque falla la voluntad ganadora. La victoria de San Quintín llevó a la derrota de Rocroi. De poco sirvió un 44% de los votos frente a un 28%: voto útil, victoria inútil.

Victoria efímera, como toda. No existen las victorias eternas. La victoria, como la política, no es el fin; es el medio. No existe el regreso glorioso a casa, la vuelta al hogar para disfrutar un merecido descanso. Si el otro nunca duerme, ¿por qué ibas a poder hacerlo tú? La historia no es estática: son victorias y son derrotas, una rueda en perpetuo movimiento. A veces se gana y a veces se pierde.

La última gran victoria electoral de la derecha tradicional dio pie al relajo —el letargo, más bien—. Y de aquellos polvos, estos lodos. La izquierda no descansó y cuando aquella derecha regresó de su luna de miel, era tarde: prefirió adaptarse y transmutar en otra cosa.

Para los que nacimos a caballo entre las generaciones millenial y zoomer, los años de la «España feliz» son míticos. Un bálsamo que une sensaciones de cándida y despreocupada infancia con la nostalgia de que cualquier pasado fue mejor. Cumple su función. Pero son años míticos, precisamente, porque como mito no son reales. España no vivía sus años dorados, sino el sueño feliz del embotamiento; una falsa paz que no era sino resaca boba y siesta de verano. Mientras, del otro lado, las trincheras se cavaban más hondo. Faltó voluntad de cambio, de sanear raíces y echar tierra nueva. Una casa sobre la arena está destinada a caerse.

Y sospecho que no es fenómeno exclusivo de los que nacimos a caballo entre las dos generaciones, sino configuración humana de fábrica, lo de soñar con una España en la que ya no haya que luchar más, porque la victoria ya habrá llegado. Esperamos un «vuelve a casa, que ya hemos ganado». Pero ni la Constitución se defiende sola, ni Europa viene a salvarnos, ni la victoria será eterna —tampoco la derrota—. Sólo el que entienda la lucha que emprende puede cruzar la línea trazada en la arena: la vida, como la política, es una carrera de fondo.

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