Por respeto a lo taurino me abstengo, ignaro como soy, de comentar nada relativo a la Fiesta, pero haré una excepción con algo de la faena de Morante en las Ventas, aunque no sé si es faena propiamente dicha.
Me refiero al quite a cuerpo limpio, así lo llaman; el recorte que le hizo al toro en auxilio del banderillero.
Cuando el subalterno se acerca a toriles con el paso muy apresurado (nunca es atlético del todo el correr taurino), surge Morante y se lleva al toro sin capote, con un oportuno cruce. Morante tiene en la mano un vasito de plata donde estaría bebiendo su buchito de agua, lo que en el fútbol llamarían hidratación.
Se cruza Morante y cuando capta la atención del toro lo regatea de nuevo con unos pasos hacia la izquierda que desorientan al morlaco (qué ilusión escribir morlaco), dando en conclusión una vuelta sobre sí mismo.
Este segundo cruce es más rápido, como si estuviera dejando la habitación de la adúltera en una comedia; se mete como en los adentros del toro para desaparecer del objetivo, del visor cornúpeto.
Si me permito comentarlo es porque, sin instrumento toreril alguno, el gesto es taurino puro, de un taurinismo nudo, primitivamente taurino, pero también un poco futbolístico.
Desciende hasta alcanzar lo futbolero, o mejor, un ramalazo de taurinismo posible fuera de lo taurino.
Porque ese movimiento recuerda a Juanito, las vueltas de Juanito, sus rodeos del rival. También hay en el fútbol regates a cuerpo limpio, sin balón, como el que le hizo Vinicius a Walker del City.
Ese gesto de Morante, esa «acción», palabra creo inadmisible en los toros, es como una clase primera de torería, una introducción con toro y torero y nada más: la mayor sencillez, dos cruces, un pispás, un zigzag, con uno borra al banderillero, con otro se borra él.
El gesto de Morante no nos parece el del recortador, no hay contorsión, quiebro brusco, acrobacia ni el tremendismo del que se pone ante la vía del tren, sino una maniobra garbosa, llena de donaire, campera, alejada un poco también de la sacralidad simbólica y ritual de la faena.
Tiene la mano ocupada con el vasito (ay, el vasito) y en la otra podría tener un cigarrito o incluso el móvil y eso universaliza el gesto aun más. Nos lo acerca, con portentosa facilidad nos democratiza lo taurino, nos morantiza en nuestras ilusiones, lo que puede tener un efecto terrible, pues al morantismo liricoide se le podría sumar el recortador imitativo y deparar un ejército de salerosos seres con copa y pitillo como Faemino y Cansado haciendo amagues.
El quite a cuerpo limpio de Morante auxilia al compañero (se hace auxiliar), burla al toro como a un chiquillo, con conocimiento del animal, y en una órbita pasa del peligro al no peligro, convierte el riesgo en filigrana con una finura y una alegría que entran ganas de ir por la calle dando vueltas así, molinillos de urbanidad… Entra en el peligro con la exactitud del que entra en un compás, despreocupado y preciso como el mozo que guía los coches de choque, y se sale habiendo producido otra síntesis toro-torero, otra forma, otro dibujo, otro yin-yang…
¿Dónde estará el intríngulis del placer visual? Quizás en cómo se acelera y se detiene y se vuelve a acelerar sin perder el reojo con la habilidad de dar los pasos por el sitio justo, como si retornara por un estrecho andamio.
Pero no puedo extralimitarme. ¡No puedo salirme de mis intrascendentes zapatos balompédicos! En el quite de Morante he visto a Juanito, que tenía afición y físico toreril, y en esa similitud, que nos llama a la imitación total (quites de salón, fintas regocijantes y enterizas a lo negro, engañadoras de lo negro, ¡barroquizadoras con lo mínimo!) se podría encontrar una forma popular, una manera española. Un escabullirse genuino. Un barroco del entrar y del salir, del cuerpo, del porte y la intención.
Sirva ese quite a cuerpo limpio como introducción inacabable a lo taurino. Ese será mi primer acercamiento y mi último. Mi taurinismo será ese único quite. ¡Aquí, en su infinitud, me quedo!